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que les hizo concebir esperanza. Pero, no menos, sin el amor a 
toda prueba por su amigo, no se habría suscitado en ellos esa fe 
en Jesús.

La clave de la escena es la interacción entre amistad y fe: 
la amistad hizo que sus amigos no se resignaran a que la 
enfermedad postrara a su amigo; él se había resignado, pero los 
amigos llegaban una y otra vez hasta él para levantarle el ánimo. 
La amistad incluía, pues, una fe en él que él no tenía. 

Al aparecer Jesús, esa fe en la humanidad de su amigo se 
repotenció, porque les pareció que Jesús podía hacer real lo 
que sin él parecía imposible. En Jesús se hacía presente el Dios 
amigo de la vida, el Dios que se empeña en salvar lo que se había 
perdido. Por eso no pararon hasta poner a su amigo con Jesús. 
Ellos tenían una fe inquebrantable en que él iba a hacer el resto 
y que su amigo lo iba a consentir porque el contacto con Jesús 
lo iba a reanimar. 

Y, para sorpresa de todos y para asombro en primer lugar del 
propio leproso, Jesús no lo cura, sino que lo trata cariñosamente 
de hijo, para darle confianza y ánimo y le perdona sus pecados. 
El paralítico, que entendía su enfermedad como el castigo 
merecido de sus culpas y que por eso la vivía como una condena, 
sintió que Jesús había soltado el nudo que lo ataba postrado 
a la camilla, y, al aceptar, con fe agradecida, el perdón que le 
daba Jesús de parte de Dios, sintió deseos de verse libre de su 
enfermedad porque ya había sido absuelto de su condena. Por 
eso, cuando Jesús le ordenó que tomara su camilla y se fuera a 
su casa, se levantó resueltamente y echó a andar con ella. Por 
supuesto que ahora todos le abrirían paso.