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se habría hecho notar. Pero lo que tenía era la mayor calidad
humana posible. ¿Y por qué esta no se hace notar a cualquier
observador? Porque no cabe de ella un conocimiento objetual.
El único conocimiento posible de la humanidad cualitativa es
desde dentro: participando en alguna medida de ella, abriéndose
a ella. Es decir, mediante una relación de fe.
Volvamos al caso concreto de la vida de Jesús en Nazaret. Sus
paisanos no se fijaron en él porque él tampoco estaba pendiente
de sí mismo. Él vivía transitivamente: desde su Padre y hacia
la realidad. Por eso, lo que decía o hacía era tan adecuando
que parecía surgir de la misma realidad, en lugar de salir de él.
Los implicados se fijaban en lo que se traía entre manos, no en
Jesús. Él dirigía la atención de todos hacia la acción que se llevaba
a cabo, hacia el que demandaba alguna atención o simplemente
hacia la convivialidad y, por supuesto, hacia su Padre. Pero en
este caso, no como la persona tenida como religiosa que está
constantemente tematizando a Dios o a su ley, sino como la
alusión que cuadra en cada ocasión.
Lo típico de Jesús fue la transitividad (desde Dios y hacia los
demás), no el afincarse en sí mismo hasta tratar de nacer de
sí mismo y poner a los demás para sí. Su transparencia, como
la dirección vital que lo unificaba, era lo que provocaba su
invisibilidad.
Ahora bien, si decimos que esa no era una peculiaridad de Jesús,
en el sentido de una particularidad suya, sino precisamente lo
que lo constituye en persona, hay que reconocer que cuesta
mucho dar fe a una persona así, tan opuesta a la dirección
dominante durante toda la historia del occidente, que ha
promovido, por el contrario, a las grandes personalidades, que