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cualificó dentro de su ambiente y que trasmitió la sabiduría
de la vida que pudo atesorar como pobre y la capacidad de
comprender la situación desde soportar su peso y la capacidad
de trasmitir dignidad y levantar de su postración y de ayudar
eficazmente, desde tanta carencia y humillación, soportadas y
superadas desde dentro.
Desde la perspectiva del orden establecido, no solo asumida
sino naturalizada, nada de esto tiene sentido. Naturalmente
que desde esta perspectiva se captan y critican los abusos del
sistema (aunque no pocas veces, ni eso), pero en el supuesto
que solo desde sus representantes más cualificados cabe
salvación, siempre que no sean egoístas sino altruistas. Desde
esta perspectiva la idea de un salvador desde abajo carece de
plausibilidad. De ahí viene ese maquillaje necesario de la figura
de Jesús para hacerla aceptable.
Porque hay que reconocer que, si bien era verdad que Jesús era
vecino de Nazaret, no era un vecino, porque nunca se definió
por esa condición. Y aquí viene el fondo de la dificultad de creer
en Jesús de Nazaret. No pudieron creer en él quienes vivían
genéricamente, es decir, como vecinos.
¿Y por qué la excelencia humana de Jesús de Nazaret, que en
rigor era, como hemos asentado, infinita, no se traslucía con tanta
imponencia que de hecho se imponía? No se imponía porque
era excelencia propiamente humana, pura calidad humana; es
decir, que Jesús no fue el más fuerte, ni el más atrevido, ni el
más agudo, ni el más erudito, ni el más poderoso, ni el más
intachable y fanático en el cumplimiento de la ley (como decía de
sí Pablo). Si hubiera sobresalido por alguna cualidad, sin duda,