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que se tenían por justos y despreciaban a los demás, les hacía
ver que la justicia que quería el Padre común, era que recibieran
como hermanos a los que ahora despreciaban; a los que ponían
su confianza en el dinero, los desengañaba diciéndoles que él no
nos puede hacer humanos, que hicieran con él buenas obras, es
decir, que ayudaran a los pobres, para que no se quedaran vacíos
y su vida no fuera estéril.
Todo esto lo llevaba a cabo con la misma figura que sus
paisanos habían visto toda la vida. Era el mismo Jesús, el hijo del
carpintero; carpintero él mismo, hermano de sus familiares, que
seguían viviendo con ellos. Ese era el que hablaba con autoridad
en las sinagogas y hacía signos milagrosos de esta cercanía
agraciadora de Dios.
Por eso cuando llegó, lo que ellos vieron fue a su vecino. Es
cierto que nunca lo habían oído hablar en la sinagoga y que
hablaba realmente con autoridad. Sus palabras ciertamente los
sorprendían y admiraban. En este sentido era verdad lo que
habían oído de él. Pero no hallaban cómo componer lo que
acontecía ante ellos, con lo que recordaban de Jesús. Y acabaron
ateniéndose a lo que creían saber de él, en su convivencia de
tantos años, y no dieron fe a lo que estaban viendo. Jesús era el
que habían conocido, no este que regresaba.
¿Por qué se negaron a dar crédito a lo que acontecía ante sus
ojos? Sus paisanos no le creen porque es uno de ellos y no creen
en ellos. Esta es la triste verdad. Nacieron y viven en un pueblo
que no sale en la Biblia hebrea, un pueblo del que sus vecinos
piensan y dicen que no puede salir nada bueno. Y, aunque ellos
dicen estar orgullosos de ser nazarenos, en realidad piensan,