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perdón, como hemos dicho, con todo el dolor del mundo. Al
salir del río, sintió que el cielo se había abierto: su Padre había
aceptado su confesión y había perdonado incondicionalmente a
la humanidad. Por eso, Jesús, sintiendo que su Padre nos había
aceptado a todos en su corazón, se dedicó a proclamar que ya
había llegado el tiempo de la cercanía absoluta de Dios como
Padre con entrañas de madre. Y, por eso, pidió a todos que
se convirtieran de sus caminos, fueran buenos o malos, a esta
buena nueva, a esta nueva insuperable de que el Creador, que
nos había entregado la tierra y luego su ley para que viviéramos
en ella con sabiduría, había venido a hacernos hijos suyos en
Jesús, su Hijo único y eterno.
Ese misterio de condescendencia que había acontecido en
el Jordán, lo fue historizando Jesús en cada encuentro con
individuos, grupos o multitudes, encuentros, en su intención,
siempre personalizados y personalizadores. Por eso, lo que
pedía era, en definitiva, que nos amáramos con el mismo amor
que se nos había entregado en Jesús.
Jesús sacramentalizaba lo que decía entregándose él mismo
servicialmente: a los pobres, para que supieran que Dios estaba
con ellos, que era suyo, que les daba su vida y que, por eso,
podían levantarse de su postración y ponerse en camino como
personas reconocidas; a los pecadores, para que no se siguieran
creyendo dejados de la mano de Dios sino que se sintieran
acogidos por él en la acogida gratuita que les dispensaba Jesús; a
los misericordiosos, para que supieran que Dios los iba a tratar
con toda misericordia; a los sufridos, que en esa situación de
pecado no podían vivir de su justicia, para que tuvieran esperanza
en que habitarían por fin la tierra donde habita la justicia; a los