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También la fe en Jesús conoce este mismo proceso contrastado,
porque nuestras expectativas de la epifanía de Dios no se
corresponden con la humanidad de Jesús, que tiene la figura de
uno de tantos. Y, no lo olvidemos, la fe en Jesús es fe en un ser
humano, en cuya humanidad se trasparenta la presencia de Dios.
Es su humanidad la que la trasparenta.
No, como se lo representa muchas veces, como si fuera una
mezcla de Dios y ser humano y lo que nos interesa no es lo
que tiene de humano sino lo que tiene de Dios. Así se lo ha
representado la cristología fundamental que estaba vigente
antes del Concilio, que estaba totalmente centrada en lo que
Jesús tenía de más que humano y, por tanto, daba por supuesto
que no era lo humano lo que trasparentaba al Hijo de Dios.
Así también, el símbolo largo Niceno-Constantinopolitano,
que, al explanar los misterios de la vida de Jesús, pasa por alto
precisamente su vida porque no halla en ella el misterio.
Y, sin embargo, para el evangelio, la palabra se hizo precisamente
carne. Es lo que dice helenísticamente Pablo o ese discípulo suyo
que escribió la Carta a los Colosenses: “en él habita la plenitud
de la divinidad corporalmente” (2, 9). No puede decirse más
provocativamente para un helenista, que suspira por dejar este
cuerpo para que el alma inmortal retorne a su patria. Y, sin
embargo, el cristianismo afirma que Dios cabe completamente
en la humanidad de Jesús, en lenguaje hebreo, en su cuerpo, que
es el modo de aludir a su persona.
Así pues, solo se puede entrar en el misterio de Jesús a través
de su vida; eso, tanto para sus contemporáneos, como para los
que hemos venido después. Así como muchos intelectuales son