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sus personas, del mismo modo incondicionado con que un
creyente se entrega a Dios. Pero no como si Jesús sustituyera
a Dios sino sintiendo que, por el contrario, lo representaba,
literalmente, lo hacía presente. Por eso la fe en Jesús se daba, en
último lugar, a Dios.
Sin embargo, no todos ni mucho menos llegaron a este grado
de fe. Unos no se abrieron en absoluto: no le prestaron atención
profunda porque no quisieron ser afectados por él, en muchos
casos, porque intuían que tendrían que cambiar aspectos de su
vida que no estaban dispuestos a modificar. Otros le cerraron
positivamente su corazón, porque la imagen que tenían de Dios
no cuadraba con la que él hacía presente y no quisieron dejarla, o
porque, como no era de la institución eclesiástica y como era del
pueblo bajo y tenía a ese pueblo como su compañía habitual, no
quisieron reconocerle autoridad, porque cuestionaba su estatus.
Otros no llegaron más allá de la curiosidad, o se quedaron en la
simpatía o llegaron hasta la admiración, sin querer profundizar
más.
Toda fe otorgada a un ser humano es, en definitiva, un misterio,
ya que llega al terreno de lo sagrado, en el sentido de lo último,
de lo definitivo, de lo incondicionado. Por eso, la fe es, en todo
caso, una opción, no el resultado necesario de una deducción;
puede ser una opción razonable (como dice Pablo de sí: “sé de
quién me he fiado, que tiene poder para custodiar mi depósito”),
pero no quita que sea siempre una apuesta y, por tanto, abierta
a la comprobación definitiva. Al ser el resultado de una relación
personal o el modo de llevar esa relación, requiere un proceso,
que puede resultar largo y contrastado, y se mantiene también,
en todo caso, como un proceso, abierto siempre a ulteriores
comprobaciones.