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el mayor creyente. Ahora bien, lo es, si partimos de la imagen 
que nos dejaron de él en los evangelios, los testigos que lo 
recordaron y en los que las diversas iglesias reconocieron su fe y 
que, por esa razón, reconocieron que en ese trabajo de recordar y 
compulsar testimonios estuvieron guiados por el mismo espíritu 
de Jesús. En efecto, lo más básico y denso que aparece en ellos, 
de la persona de Jesús, es su relación con el Dios de Israel, al que 
llamaba con toda familiaridad “Padre” y ante el que se mantenía 
habitualmente con absoluta confianza y disponibilidad. Era tal 
la trasparencia de esta relación, que cuando realizaba los signos 
del reino, la gente daba gloria a Dios y no a él. Realmente que 
esa relación fontal, no solo lo caracterizaba, sino que lo definía. 
Esa vida en sus manos y para su designio culminó en su pasión 
cuando, a gritos y con lágrimas, pidió que pasara ese cáliz, pero 
insistió, más aún, en que no se hiciera su voluntad sino la de 
su Padre. Y en la cruz murió remitido a su Padre, poniéndose 
en sus manos, de manera que él tuviera la última palabra de su 
vida. Así se consumó como Hijo. Murió, pues, en la fe: la fe en 
su Padre tuvo la última palabra en su vida y murió sin haberla 
escuchado. La respuesta de su Padre fue la resurrección.

Esa relación fue tan íntima y totalizadora que a lo largo de su vida, 
se dio un trasvasamiento total, de manera que por Jesús habló y 
a través de él actuó Dios con absoluta transparencia. Por eso la 
fe en Jesús no es como la fe que se puede tener en cualquier ser 
humano, ni siquiera como la que se puede otorgar a una persona 
fehaciente por su saber, su poder y su entrega sin reticencia al 
bien de los demás. Quienes se abrieron a la propuesta de Jesús, 
a sus palabras y acciones, a lo que Jesús irradiaba, al misterio 
de su persona, dieron su fe a Jesús de un modo ilimitado, se 
pusieron en sus manos, llegaron a entregarse a él, le ofrecieron