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Posteriormente se desplaza a Quito, Ecuador, donde estudia
filosofía: “oraba intensamente pidiendo no desviarme de
la verdad.” Es así como leyendo a Karl Rahner, S. J. vio la
posibilidad de “pensar el cristianismo” y ser fiel en el Siglo XX.
De 1964 a 1966 tuvo un encuentro decisivo con Mons. Leonidas
Proaño, sintiéndose desde entonces comprometido con el tipo
de Iglesia y de pastoral que él representó: dos realidades en las
que se tenía al indígena como sujeto.
Desde esta experiencia es su encuentro con el Concilio Vaticano
II: “Captábamos que la hojarasca acumulada con los siglos
opacaba lo radicalmente evangélico y que había que botar a la
basura casi todo lo que había para que reluciera lo de Jesús.” O
dicho de otra forma, cayó en la cuenta de haber vivido en un
cristianismo construido por los antepasados y que ahora se les
pedía creatividad; cristianismo, es vivir y experimentar según el
Espíritu Santo. Y esto pedía pasar de la “antigua espiritualidad”
a que: “Si Dios era nuestro padre, relacionarnos con él era
quererle y tenerle confianza, en definitiva, descansar en él.”
Experiencia espiritual que no generaba angustia, ni inhibía, sino
que llevaba a asumirla con responsabilidad para la misión.
Lo que no se captó en ese momento era la “densidad de lo
estructural, lo institucional de lo societario”, junto con el
choque del desarrollo integral con el precio de la justicia
estructural, siendo rechazada esta última, junto a dichos cambios
estructurales.
En el Centro Gumilla se ha caracterizado por hacer un trabajo
interdisciplinar del quehacer teológico, y la proyección del
mismo en encuentros, conferencias, artículos, propuestas,