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para lograrlo no se puede proyectar sobre ella nuestro horizonte,
nuestra mentalidad, nuestras valoraciones. Hay que hacerse cargo de
lo que sucedía en aquel tiempo y en aquel lugar. En eso consiste la
fe: en abrirse, en escuchar, en no querer proyectarnos sino en dar
lugar. Esa es la actitud de fe, la actitud discipular, imprescindible para
contemplar los evangelios y toda la Biblia, que, para nosotros, ha de
ser contemplada desde ellos.
El cuarto sacramento es la culminación de los otros tres, pero lo es
porque los contiene; en caso contrario, ni siquiera es sacramento.
Es la cena del señor: Jesús se hace realmente presente en el pan y
en el vino cuando la comunidad que se lleva mutuamente y está
estructuralmente abierta a los pobres y ha escuchado discipularmente
la palabra, acepta alimentarse del cuerpo del Señor (de su persona) y
de su sangre (de su vida), para que, viviendo de ella, haga lo mismo,
es decir, para que sea capaz y quiera hacer lo mismo que el Señor: dar
a otros esa vida y esa persona que ha recibido, como único modo de
permanecer en él.
Como decimos después de hacer memoria de él, después de repetir
su invitación: “éste es el sacramento de nuestra fe”. Dar fe es aceptar
que, viviendo del Señor, que se nos entrega realmente, vamos a ser
capaces de hacer lo mismo: proseguir su historia hasta que venga.
Con esto creemos haber presentado el panorama de lo que significa
la fe en Jesús de Nazaret, según los santos evangelios, que, como dice
el Concilio, son la fuente de la proclamación y de la vida cristiana:
“es menester que toda la predicación eclesiástica, así como la religión
cristiana misma, se nutra y rija por la Sagrada Escritura” (
Dei Verbum
21). Nuestro mayor deseo es que la presentación haya contenido algo
del mismo espíritu del propio Jesús, con el que se escribieron.