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Es un cronista de nuestra actualidad y al mismo tiempo minu-
cioso filólogo de tiempos pasados, que no siempre fueron mejo-
res, aunque la memoria distorsione afectivamente. Como Darío,
Martí o Gómez Carrillo, su mirada atenta va de lo que supuesta-
mente es la periferia al centro en doble vía. En su texto
La botella
en el mar transita del recuerdo infantil de tiempos que ya son pre-
historia de la escritura: tinteros, crayolas, plumas fuentes, secan-
tes, máquinas de escribir, papel carbón, esténcil, mimeógrafo.
Estas piezas de museo se convierten en pretexto para realizar
la reflexión: “La modernidad no es más que nostalgia por los
instrumentos perdidos, la emoción ante la imagen de lo que fue
mientras el tiempo marca a zancadas sus distancias.” La mo-
dernidad o posmodernidad resultan desconcertantes: “Nunca
tantos millones escribieron al mismo tiempo, ni se escribieron
unos a otros al mismo tiempo”.
Recuerda, por cierto, el profético “¿tantos millones (...) hablarán
inglés?” de Rubén.
Hay más dudas que certezas : “En la pantalla, en cambio, ten-
go frente a mí lo que no existe, porque la escritura se vuelve
una estremecedora expresión ilusoria, y al final de cada jornada,
cuando apago la computadora, todo lo que he escrito regresa
a la nada, y todo, lenguaje, escritura, se vuelve un asunto de
ansiedad filosófica ante lo precario. Grafito, estilete, tinta metal,
fueron una vez instrumentos concretos para producir palabras
concretas que se podían tocar, borrar, tachar, trastocar, mientras
hoy todo no es más que una quimera.
On, off, apagar, encender.