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Puse desde entonces “el oído en la lengua”, en sus distintas ma-
neras de expresión y busqué las claves de aquel universo de hue-
llas superpuestas, de voces en sordina, de lamentos soterrados. 
Las historias no contadas, el mundo indígena bajo la segrega-
ción feudal que callaba, pero que hablaba a través de sus mitos 
ancestrales, el mundo rural en el que señoreaban las oligarquías 
donde el pasado se alzaba como una niebla; el sufrimiento bajo 
la represión brutal de las dictaduras militares, los desaparecidos, 
los cementerios clandestinos, y entre esa urdimbre, la búsqueda 
de mi propia identidad como escritor centroamericano. Porque 
a pesar de todas las adversidades, y las señales que me querían 
advertir que Centroamérica no era, sino una quimera de la his-
toria, un pergamino hecho polvo, yo creía en esa identidad, con 
la que me revestí para siempre. 

Aunque se trataba de un espejo roto, yo podía ver en él los frag-
mentos de mi propio rostro. Un sistema de vasos comunicantes 
en el que cada parcela guardaba su propio peso específico. Es 
como sigo viendo a Centroamérica. Con desazón, pero con es-
peranza. Después de los años, sigo persiguiendo en mi escritura 
juntar los pedazos de ese espejo roto, y repetirme que existe. 

En mi memoria, vuelvo siempre a encontrarme en mis pares 
muertos y en mis pares olvidados, perdidos en el aislamiento 
de sus propios países, pero convencidos de la trascendencia de 
su oficio creador que era una manera de sobrevivir. Por eso 
quiero terminar con una reflexión que debo llamar sentimental.