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La modernidad sigue siendo el escalón roto, el camino perdido 
hacia nuestra utopía lejana, y la educación establecida, con sus 
vicios, sus carencias, y sus ambiciones frustradas, no ha podido 
siquiera hacernos modernos. Llegar a ser sujetos activos de la 
revolución del conocimiento significa, primero que nada, po-
nernos al día. 

En muchos sentidos, los desajustes del desarrollo, que son 
desajustes culturales, tienen que ver con la vida social, y por 
tanto, con la vida política. Estamos aprendiendo a compartir 
espacios de convivencia que hace apenas una década no se 
podían sospechar. Pero la modernización significa, también, 
que en lugar de la magia del poder del individuo, pueda 
surgir en la consciencia colectiva la magia del poder de las 
instituciones; al mismo tiempo, poner a la democracia a salvo 
de las falsificaciones demagógicas. 

De allí que el más importante de los factores de transformación 
cultural, y por tanto de una identidad compartida centroame-
ricana, debe ser el de la democracia en toda su extensión real 
y dinámica. Y si la educación deberá servir para transformar, y 
crear bases para la generación de tecnología, también deberá 
convertirse, en el aula y el ambiente, en el instrumento de la 
democracia real. Volver a los ciudadanos agentes libres y cons-
cientes de la democracia, para que las instituciones no tengan 
sustitutos ni en la voluntad ni en el arbitrio de una persona, 
familia, casta, o partido, y educar para la tolerancia, el análisis 
crítico y la revisión permanente de las verdades establecidas,