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frailes, el Hombre-Adormidera, el Mercader de joyas sin precio, 
las bandas de pericos dominicales, los maestros magos que van 
a las aldeas a enseñar la fabricación de los tejidos y el valor del 
Cero, componen el más delirante de los sueños!”, según el jui-
cio de Paul Valéry. 

Nuestra modernidad real en el siglo XIX fue la del moder-
nismo. Nos hizo no solo contemporáneos, sino inventores de 
una cultura cosmopolita, un término caro a los modernistas. 
Y eran, en su mayoría, Darío a la cabeza, liberales positivistas, 
convencidos de que la modernidad literaria tenía su par en el 
progreso, en el aprovechamiento local de los nuevos medios de 
comunicación, los ferrocarriles, el telégrafo, el cable submari-
no, las instituciones civiles separadas de la iglesia, la enseñanza 
laica. Era el momento en que Centroamérica atravesaba por las 
transformaciones económicas que traía consigo la extensión de 
la caficultura. Cuando Darío se despide de Nicaragua en 1908 
después de su viaje triunfal a la tierra natal, en el discurso que 
pronuncia en el Ateneo de León lo que recomienda a los jóve-
nes, más que hacerse poetas, es que aprendan las artes liberales, 
de provecho para el avance del país. 

Pero nuestra identidad cultural, común por diversa, que se re-
fleja antes que nada en la lengua, no ha podido servirnos como 
factor de integración política. Compartimos la riqueza creativa 
que nos depara la cultura, pero no espacios políticos comunes 
reales, y estamos aún lejos de lograrlos.