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cultural. De alguna manera, la cultura nos salva del fracaso de 
nuestras visiones, sueños de la razón que, como en los capri-
chos de Goya, terminan engendrando monstruos. 

El poeta nicaragüense, José Coronel Urtecho, señalaba que a 
cada época del devenir de Centroamérica córrespondía una 
obra literaria capital: el 

Popol Vuh a la Época Precolombina; la 

Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz 
del Castillo, a la Época de la Conquista; la 

Rusticatio mexicana, del 

padre jesuita Rafael Landívar, a la Época Colonial; y la poesía 
de Rubén Darío, a la Época Independiente. Yo debo agregar la 
obra narrativa de Miguel Ángel Asturias en el siglo XX. Somos 
una potencia cultural con los pies descalzos. ¿Cuántos Rubén 
Darío, cuántos Asturias se han quedado analfabetas década tras 
década? Músicos, filósofos, ingenieros cibernéticos, cirujanos, 
genetistas, astrónomos, que nunca llegaron a serlo, disueltos en 
la marginalidad, que es como la nada.
 
Esas obras fundamentales, y fundacionales, no se quedan en 
las estrechas y confusas fronteras centroamericanas, y son en 
todo sentido universales, en la medida en que enseñan el valor 
trascendente de una cultura que habría de alcanzar a finales del 
siglo XIX la dimensión moderna que le da la poesía de Rubén 
Darío desde la publicación de 

Azul en 1888, toda una revolu-

ción en la lengua castellana continuada en la prosa de vanguar-
dia de Asturias, desde la aparición de 

Leyendas de Guatemala en 

1930, “…mezcla de naturaleza tórrida, de botánica confusa, de 
magia indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los