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respetadas, independencia de poderes, sujeción de los gober-
nantes a las leyes, respeto a los derechos individuales, libertad
de expresión, igualdad ante la justicia. Podemos leer esas cons-
tituciones como novelas, fruto de la imaginación. Nuestras me-
jores novelas.
Cuando después de la Independencia intentamos la moder-
nidad, no pudimos apropiarnos de los modelos que se nos
proponían. Eran ropajes importados que quisimos cortar a
nuestra medida, los mismos que vistieron Voltaire, Rousseau,
Montesquieu, Jefferson, Paine. Pero si nos fijamos bien, bajo
los pliegues de esos ropajes asoma siempre la cola del caudillo
que impone el autoritarismo sobre la democracia porque, en
esencia, la cultura rural de nuestras sociedades no ha cambiado,
y la educación, única capaz de derrotarlo, sigue siendo el más
rotundo de nuestros fracasos, todavía fiel a modelos sociales
que perdieron ya toda su eficacia.
Obsolescencia, modernidad, posmodernidad. Hoy nos damos
cuenta que para entrar en los desafíos de la posmodernidad,
tendremos que resolver primero los de la obsolescencia, y los
de la modernidad. En términos políticos, de organización so-
cial, de modelos económicos, de parámetros de educación, no
somos aún modernos. Tan poco lo somos, que la idea de una
república federal sigue siendo vista como quimera lejana, o
como una extravagancia, “…un cuento contado por un idiota,
lleno de ruido y de furia, que no significa nada” (
Macbeth de
Shakespeare), sin poner mente en que, a largo plazo, una Cen-