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también y tan anticlerical aún para la posteridad, que su estatua, 
levantada en la plaza de León, le da las espaldas a la catedral. La 
sombra del general Uribe y Uribe, abogado y tribuno además 
de militar, pasa por las páginas de 

Cien años de soledad, pues fue 

uno de los protagonistas de la “Guerra de los Mil Días” en Co-
lombia, y tanto a él como a Jerez, abogado y tribuno también 
además de militar, los unió la derrota pues ninguno ganó nunca 
las guerras que emprendieron.

Cada vez que llegaba a la imprenta a corregir las pruebas de la 
revista me acercaba a leer aquel cartel orlado de negro que me 
atraía por su retórica encendida, y en mi memoria quedó una 
de sus frases: 

“¿Qué hora es en Centroamérica, preguntó la voz del cañón. Y 
el eco le respondió: medianoche todavía?”. 

Existía en los revolucionarios liberales la convicción de que la 
oscuridad feudal solo podía ser despejada a cañonazos, y que 
no habría amanecer sin la conquista de la unión centroameri-
cana, el viejo ideal del general Francisco Morazán, fusilado en 
1842 en Costa Rica por causa de su reiterado empeño de reu-
nir aquellos pedazos dispersos de una república federal evasiva 
hasta volverse imposible. Cuando enterraban en León a Jerez, 
loado por Uribe, gobernaba en Guatemala el general Justo Ru-
fino Barrios, caudillo de la Revolución Liberal que apenas un 
año antes había emprendido una guerra fracasada para restituir 
la unión centroamericana. Barrios, amantado en el ideal mora-