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Así, frente a este y otros peligros que entraña la sociedad con-
temporánea, cabe afirmar que la universidad no puede aceptar 
con resignación ver cómo se entroniza lo que Hannah Arendt 
llamaba la “banalidad del mal”. Por el contrario, a nuestra insti-
tución le corresponde la búsqueda del bien, esfuerzo constante 
que demanda viva energía y disposición hacia la caridad. Y ello 
nos lleva a considerar que no es posible que de actos injustos 
nazca la justicia, como no es posible llegar a la verdad a través 
del sofisma, ni construir la paz socavando los fundamentos del 
consenso. Reaccionar ante la degradación de nuestra vida en 
común, exigir y practicar la higiene de nuestros hábitos públi-
cos, demandar como ciudadanos el cumplimiento puntilloso de 
las normas que pautan la convivencia civilizada, no es “pruri-
to elitista” ni asunción de menudas banderías, sino, simple y 
llanamente, una expansión espontánea de nuestra sensibilidad 
moral.

Hay que añadir que esta preocupación sobre las condiciones de 
existencia de nuestra comunidad no se agota en una inquietud 
sobre lo que comúnmente llamamos política. Hemos hereda-
do, lamentablemente, una visión algo estrecha de esa inmen-
sa palabra. Ella, en realidad, abarca dimensiones esenciales de 
nuestro ser humano. Ni David Hume ni Immanuel Kant, por 
citar solo dos pilares del pensamiento moderno, se animaron a 
meditar sobre la política sin haber reflexionado larga y profun-
damente en torno a la esencia del hombre como ser intelectivo 
y agente de moralidad; y al proceder de este modo, continua-
ban el mismo camino por el que anduvieron Sócrates, Platón 
y Aristóteles. Desde la atalaya que nos brindan esas cumbres