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Corresponde a la universidad abogar incesantemente en defen-
sa de la identidad de lo humano. Identidad supone -debemos
reiterarlo hoy con más énfasis que nunca- constitución de ca-
racteres originales sobre la base de un reconocimiento mutuo
anclado en el diálogo y la comunicación, la aceptación de la
pluralidad a partir de lo común y compartido, sin que el re-
sultado sea una nivelación de las diferencias, sino más bien el
presupuesto necesario para el desarrollo de calidades singulares
que, empero, solo alcanzan sentido en el seno de una radical
dignidad común.
Esta dignidad, fuente única de la constitución de cada ser hu-
mano como un mundo irrepetible, único y por ello invalorable,
está expuesta hoy a un nuevo riesgo. La vemos diluirse ante el
aplastante proceso económico y político que ha dado en lla-
marse globalización. Seamos concientes de lo que eso significa:
nuestro mundo se nos revela como más pequeño e integrado
que antes, cuando se adopta una perspectiva generalizadora,
desde un supuesto afuera que privilegia el acortamiento de las
distancias y hace de fácil acceso la información. Ahora bien,
privilegiar tales consideraciones que nacen de nuestro proce-
so de modernización de raigambre tecnológica, al cual muchos
pueblos son ajenos, entraña a veces el ignorar otros fenómenos
esenciales: el que existe también un tiempo y un espacio in-
ternos, culturales, que nos hacen recordar que las dimensiones
esenciales de lo humano son más bien las del espíritu y no las
de las redes de comunicación o las de la aparente reducción del
tiempo y del espacio.