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es apenas una porción de sus tareas más propias. En la uni-
versidad se moldean seres humanos, hombres y mujeres libres 
y autónomos, aptos para ejercer su criterio de manera inde-
pendiente, pero sin olvidar los compromisos que nos vinculan 
con nuestros semejantes. La institución universitaria es, pues, 
escuela de ciudadanía, comunidad de actores comprometidos, 
según la expresión de Raymond Aron, y esa condición no solo 
la actualiza formando ciudadanos, sino también criticando los 
acontecimientos sociales, debatiendo sobre lo que le conviene a 
la nación y, ante todo, ejerciendo una conciencia alerta. 

La universidad debe entender su actividad académica como una 
“mirada comprometida desde lo alto”. Es, en efecto, una mira-
da, es decir, aquello que, como he mencionado, los griegos en-
tendían por 

theoria: una contemplación no pasiva, sino creado-

ra, abarcadora, inclinada a unir armónicamente lo que se presenta 
como diverso. Y esa mirada es necesariamente comprometida, esto 
es, una forma -la más elevada- de la praxis humana como quería 
Aristóteles. De otra parte, quienes conformamos la comunidad 
universitaria no somos únicamente sujetos que aspiran a la ver-
dad; al mismo tiempo somos seres afectivos y morales y ello 
nos impone el mandato de desplegar nuestra voluntad en “un 
mundo-con-los-otros”. Y, por último, esa mirada comprome-
tida se realiza desde lo alto no por una ridícula presunción de 
superioridad, sino porque en eso, en mirar desde las cumbres, 
consiste el saber. Observando desde las alturas de una monta-
ña es como el sabio integra lo aparentemente diverso, otorga 
a las cosas su lugar y su justo valor y mirándose en un severo 
ejercicio de reflexión delimita las provincias de su cuerpo, de su 
espíritu y de su entorno.