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Por desgracia, en las sociedades de nuestra región, es cada vez
más ostensible el deterioro de la palabra, tanto en los espacios
de la vida pública como en los usos cotidianos de la cultura. No
creo exagerar si afirmo que se va imponiendo entre nosotros
-en mayor o en menor medida- lo que podríamos llamar in-
significancia: pérdida del sentido, incomunicación, desapercibi-
miento de los compromisos que contraemos al dar nuestra pa-
labra como autoridades o como ciudadanos corrientes, sordera
ante la interpelación de los demás y sobre todo ante el clamor
de los desposeídos o los excluidos, complacencia en el debate
estéril, concentrado más en la interjección y el apóstrofe, acaso
en la salida ingeniosa, que en el argumento y la demostración.
Es en esa insignificancia donde hay que buscar, pues ahí se en-
cuentran los más graves obstáculos para el avance de nuestras
sociedades. Se podría encontrar, por lo pronto, la raíz de nuestra
atribulada y frustrante pugna por el desarrollo, lucha angustiosa
y al mismo tiempo inconducente por la falta de entendimiento
de nuestras comunidades políticas y la consiguiente ausencia de
metas claras, aceptadas y queridas por electores y autoridades.
Arruinado el diálogo cívico, nuestros canales para tomar de-
cisiones públicas claras resultan, en efecto, precarios y, sobre
todo, equívocos, es decir, remitentes no a uno, sino a varios
sentidos posibles, según la interpretación de cada quien, y por
lo tanto, inútiles para la formación del consenso y para la unión
de fuerzas y voluntades. Quizá pensando en lo anterior fue
que Octavio Paz escribió en
El arco y la lira que “todo periodo
de crisis se inicia o coincide con una crisis del lenguaje”, para