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la materia prima y a la vez el fin último hacia el que se dirige la
institución universitaria, pero al decir esto estamos aludiendo a
otro de sus rasgos distintivos: al de su íntima vinculación con
la palabra. En efecto, porque su misión es la creación, acumu-
lación y transmisión del conocimiento humano, la universidad
es un espacio privilegiado para la palabra. Nada, ni edificios ni
maquinarias, ni paredes ni equipos, pueden sustituir en el ám-
bito de la universidad, al poder del discurso compartido y del
diálogo, incluso la discusión, de buena fe. Podemos imaginar-
nos la enseñanza y el aprendizaje desprovistos de todo recinto
material, pero es un contrasentido practicar la vida universitaria
ahí donde la fe en las palabras se ha perdido y donde el dis-
curso se ha pervertido en mentira y fraude o se ha adelgazado
hasta convertirse, apenas, en lenguaje instrumental, propio para
manuales de este o aquel aparato, pero no para la creación de
relaciones humanas.
Hoy sabemos que el gran enemigo de la democracia y de la
salud de la cosa pública no es en primer lugar la corrupción ni
la inacción, sino la degradación del lenguaje. Por ello, si hay un
cometido inexcusable para la universidad actual, como aporte
a la construcción de la ciudadanía, es el de preservar el poder
comunicante y vinculante de la palabra. Antes que educar pro-
fesionales, antes que dar títulos a ingenieros, abogados o eco-
nomistas, la universidad forma personas y la persona es el indi-
viduo trasladado hacia la plenitud de su identidad, reconocida
por otros y por sí misma dentro de una comunidad de sentido.