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años de injusta detención con la frase “como decíamos ayer”, 
fray Luis estaba burlándose de sus enemigos, es verdad, pero 
a la vez estaba señalando el carácter propio de la experiencia 
universitaria. El tiempo de la reflexión, del pensamiento, de la 
exploración en los grandes problemas humanos en que ella se 
manifestaba no era el mismo que el tiempo común y su mun-
danal ruido.

Los que estamos aquí reunidos podemos también atestiguarlo 
porque una de las grandes emociones que posee todo auténtico 
universitario es la convicción de que puede sentirse vecino y 
contemporáneo de toda la experiencia humana. Así, una de las 
maravillas de la vida universitaria es la posibilidad de dialogar 
con Platón, de razonar sobre Dios, el hombre y la libertad junto 
a Tomás, de sentir las mismas tribulaciones que asaltaron a Ga-
lileo al descubrir la inesperada topografía de las esferas celestes, 
de presenciar junto a Bartolomé el terrible drama de la destruc-
ción de las Indias. “Vivo en conversación con los difuntos // 
y escucho con mis ojos a los muertos” escribió Francisco de 
Quevedo. Estos versos cifran, en mi opinión, uno de los aspec-
tos más asombrosos y conmovedores que nos brinda el ser de 
la universidad.

Hasta aquí he señalado un primer ángulo del ser universitario, 
el que tiene que ver con su vínculo con la totalidad del tiempo 
y de toda experiencia humana. Me toca ahora señalar el otro, 
no menos importante, y que puede parecer en principio con-
tradictorio con lo que he venido sosteniendo. Me refiero a las 
profundas raíces que la universidad echa sobre la sociedad a la