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Ahora bien, reconocer que se viven momentos de cuestiona-
mientos severos a la misión universitaria no significa resignarse 
a certificar una pérdida irreversible de sus valores originarios y 
abandonar, por tanto, todo intento de recuperación de su espí-
ritu. Implica, en cambio, entregarse responsablemente a la tarea 
de reflexionar radicalmente sobre el ser y el deber ser de una 
institución que, por otro lado, supo adaptarse con éxito a perio-
dos de transformación social no menos desafiantes de los que 
hoy en día experimentamos.

La universidad nació erigiéndose como comunidad entregada al 
saber y esto definió su naturaleza de una manera ambivalente. 
Por un lado, ella tenía que mantenerse al margen de los avatares 
cotidianos y constituirse como campus de reflexión. Debido a 
ello, la universidad fue entendida como un lugar privilegiado, 
en donde eran posibles la investigación y la reflexión que se 
identificaba con un retiro ascético de las urgencias del mundo. 
Recordemos que Miguel de Unamuno, en su célebre discur-
so improvisado contra los celebradores de la muerte, calificó 
a la universidad como un “templo del saber” del cual él, como 
rector, era “el sumo sacerdote”. Aquí tenemos el modelo de la 
universidad como una ciudadela que requería amurallarse a fin 
de protegerse de las pesadillas de la historia. Unamuno enten-
día a la universidad como un recinto fuera de lo cotidiano; por 
tanto, el tiempo que en él se sucedía poseía un carácter sagrado. 
De manera que demandar a aquel espacio definiciones urgentes 
era una impertinencia o, peor aun, una profanación. Una idea 
similar podemos encontrar en la famosa anécdota atribuida a 
fray Luis de León. Al reanudar sus lecciones después de cinco