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procesos electorales en sí mismos, pues es ahí, en las eleccio-
nes, donde toda una población escoge quiénes serán sus auto-
ridades. Esa elección, en teoría, no se hace solamente por la
simpatía o la capacidad de impacto que pueda tener la imagen
de una persona o de un grupo de personas congregadas en un
partido, sino también, y de manera muy importante, sopesan-
do las propuestas que cada candidatura somete a consideración
de la sociedad. Es lo que sucede en teoría. Pero lo que viene
ocurriendo cada vez con más fuerza y generalidad en nuestros
países -así como en otros del globo- es que las elecciones han
dejado de ser actos políticamente significativos -es decir, deci-
siones colectivas que pueden reafirmar, enmendar o cambiar el
rumbo de una colectividad- para convertirse muchas veces en
rituales costosos y vacuos en los que, ante la pobreza y gris uni-
formidad de las propuestas, poco o nada está en juego, y, desde
luego, de los que no se puede esperar cambios importantes a
favor de la mayoría pobre o excluida.
En gran medida, esa pobre significación de los actos electorales
está también vinculada con la debilidad y la estrechez de nuestra
condición ciudadana, pues es de esa precariedad como sujetos
políticos que surge la crisis de los sistemas de partidos políticos,
la creciente superficialidad de la mayoría de medios de comuni-
cación y el agotamiento de los canales por los cuales las autori-
dades, o quienes aspiran a serlo, responden ante la población o
asumen compromisos serios frente a ellos.
No es por casualidad que menciono este último punto. Lo hago
teniendo muy presente que, durante este año, tanto el Perú, mi