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constelación de sentimientos que normalmente evocamos con
el nombre de
identidad.
Dicho esto, resultará más sencillo comprender en qué medi-
da puede resultar engañoso pretender que en sociedades en las
cuales tal condición existencial sobre qué es la ciudadanía se
encuentra poco difundida, puedan echar raíces las instituciones
democráticas, y que la estabilidad de su ordenamiento material,
legal, político se sostenga a lo largo del tiempo. No tenemos to-
davía democracias consolidadas por la simple y dramática razón
de que la mayoría de latinoamericanos no son, aun, ciudadanos
en el sentido completo y complejo que evoco. Son poseedores
legales de derechos consagrados en sucesivas constituciones;
pero, para los poderes constituidos, para las elites económicas
y políticas, y para los Estados, no son todavía portadores in-
discutibles de tales derechos, sino apenas titulares formales o
nominales de los mismos.
Esta situación marca a fuego y de manera muy concreta los
avatares de la vida política de la región, y lastra, desde luego,
sus oportunidades de conquistar el desarrollo, el bienestar y la
prosperidad. La precariedad ciudadana a la que me refiero, por
lo pronto, es el factor que subyace a nuestros mecanismos y
procedimientos para la toma de decisiones públicas, al permitir
que sean solo las voces de unos cuantos las que cuenten a la
hora de adoptar tales determinaciones.
Y es necesario llamar la atención sobre lo siguiente: el más
amplio y conocido mecanismo de toma de decisiones son los