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Es, a tenor de este razonamiento, que debemos comprender 
que en aquella esfera de la existencia humana colectiva con-
temporánea que denominamos política, el cumplimiento cabal 
de un ser como persona, su existencia como sujeto con capa-
cidad para realizarse, está íntimamente asociada a su condición 
de ciudadano. De tal condición dependerá, en última instancia, 
la significación que puedan tener las instituciones y las leyes. La 
legitimidad de estas se medirá a partir de su idoneidad mayor o 
menor para asegurar la calidad de ciudadanos a quienes viven 
bajo su régimen. La salud de la vida política, del orden y de la 
paz, las posibilidades de conducirse colectivamente hacia metas 
como el desarrollo y el bienestar, dependerán, así, sustancial-
mente, de cuán ciudadanos sean los hombres y las mujeres que 
integran tal colectividad.

Tal vez sea apenas necesario precisar que esa ciudadanía de la 
cual hablamos, no puede quedar aprehendida por su sola defi-
nición jurídica, aunque esta última sea indispensable. Es com-
pletamente cierto que el ciudadano se halla definido por los 
derechos sociales, civiles y políticos de los cuales goza, a lo cual 
hay que añadir, siguiendo el paso de nuestros tiempos, los dere-
chos sociales y los derechos culturales. Pero tales derechos, tal 
como aparecen enunciados en la esfera de lo legal, constituyen 
apenas la dimensión constitucional de la ciudadanía, y están lla-
mados a cobrar significación y entidad humana solamente por 
medio de las acciones, conductas, deseos, sentimientos y pensa-
mientos de las personas. La ciudadanía es, sobre todo, una ex-
periencia, con lo cual quiero afirmar que ella es principalmente 
un quehacer, una actitud moral hacia la vida en común, y una