el bien y el mal. En lo más íntimo de la conciencia el hombre descubre
una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y
cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del mal, a asumir la
responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha cometido[5].
Por eso, el ejercicio de la libertad está íntimamente relacionado
con la ley moral natural, que tiene un carácter universal, expresa la
dignidad de toda persona, sienta la base de sus derechos y deberes
fundamentales, y, por tanto, en último análisis, de la convivencia justa
y pacífi ca entre las personas.
El uso recto de la libertad es, pues, central en la promoción de la
justicia y la paz, que requieren el respeto hacia uno mismo y hacia el
otro, aunque se distancie de la propia forma de ser y vivir. De esa actitud
brotan los elementos sin los cuales la paz y la justicia se quedan en palabras
sin contenido: la confi anza recíproca, la capacidad de entablar un diálogo
constructivo, la posibilidad del perdón, que tantas veces se quisiera
obtener pero que cuesta conceder, la caridad recíproca, la compasión
hacia los más débiles, así como la disponibilidad para el sacrifi cio.
Educar en la justicia
4. En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de
su dignidad y de sus derechos, más allá de las declaraciones de
intenciones, está seriamente amenazado por la extendida tendencia a
recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad, del benefi cio y del
tener, es importante no separar el concepto de justicia de sus raíces
transcendentes. La justicia, en efecto, no es una simple convención
humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente
por la ley positiva, sino por la identidad profunda del ser humano.
La visión integral del hombre es lo que permite no caer en una
concepción contractualista de la justicia y abrir también para ella el
horizonte de la solidaridad y del amor[6].
No podemos ignorar que ciertas corrientes de la cultura moderna,
sostenida por principios económicos racionalistas e individualistas,
SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
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