53

Políticas migratorias estadounidenses y resistencias de los centroamericanos indocumentados en la era de Trump

menos recursos a la mano, los servicios religiosos son uno de los más potentes. Hace 
años el ahora difunto hermano Paco Azurza me dijo algo que en aquel momento me 
pareció no más que una ocurrencia simpática: «Me gustan las misas porque a mí me 
gusta mucho el teatro y la misa es un teatro». –Lo es en gran parte– Jens Manuel. En un 
contexto en que muchos de los feligreses son indocumentados, es un teatro para sentirse 
acuerpados y para recrear las comunidades que perdieron o que acaso nunca tuvieron.  
La reunión en las catacumbas, mirando más allá de su finalidad práctica, fue una expresión 
del miedo, pero también un teatro de la fortaleza.

En Portland, una ciudad donde los latinos no son más que el 3% (aunque probablemente 
pesen más entre los católicos practicantes), tener una misa dominical en español es 
un mensaje de que los latinos importan. En una oscura lechería de Knox, perdida 
en medio de la nada, una misa es mucho más que eso. Allá fui con una religiosa  
chileno-estadounidense y con John Fagan, amigo mío, pero mucho más de hacer homilías 
memorables, al empezar su sermón se paseó entre el público para repartir granos de 
mostaza y dio la bienvenida a las vacas que se aproximaron, curiosas, como queriendo 
sumarse a esta congregación.

La misa tuvo lugar en un corredor, un añadido a la estructura de la casa común en la 
Centroamérica rural, pero que aquí luce como un anexo inusitado, ninguna otra casa lo 
tiene. Por eso mismo cumple su función como espacio público comunitario donde hubo 
misa y mesa, por eso fue un escenario evocador. El teatro de la misa convoca, pero también 
evoca. Niños se removían bulliciosos en sus asientos, ahítos de sol, como en su tierra.  
Las niñas iban vestidas como princesas, observó John, con diadema incluida, como cuando 
en su aldea se ataviaban con sus mejores prendas para las fiestas y lutos, sus telas de reír y 
llorar. El único hombre en la misa estuvo de pie al fondo del improvisado templo, como 
lo hubiera hecho, acaso como lo hacía, en aquel «allá» que es referencia constante. Dos 
mujeres prepararon y distribuyeron unos platillos típicos exquisitos que tenían como base 
la tortilla nuestra de cada día. Todos los elementos y acciones de este escenario parecían 
tener el cometido de producir normalidad y libertad mediante la reproducción de las 
condiciones de sus países de origen. La iglesia –en sentido físico y organizacional– es 
el espacio institucional para logarlo y ejercer la ciudadanía global de la que habla Peggy 
Levitt en su libro Dios no necesita pasaporte. Allí nadie se ocupa del genotipo político. Por eso 
Manuel y Ledis dicen haber recuperado en la iglesia, hasta cierto punto, la libertad que les 
fue arrebatada al mudarse a Portland. Por eso Lito recupera su libertad de palabra en el 
programa de radio semanal donde habla de Dios y de la vida cotidiana. La iglesia y todas 
las actividades religiosas los hacen sentirse más libres y parte de un todo mayor.