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Instituto de Investigación y Proyección sobre Dinámicas Globales y Territoriales

presencia que levanta preguntas y atiza disensos. Logramos visibilidad, un grupo de 
tres centroamericanos estuvo más de ocho horas a la vista de todos los habitantes de 
ese barrio de clase media alta.

Manassas y sus alrededores: Lito Melgar

En febrero de 2014 Lito Melgar estaba pagando una fortuna en abogados, por presentar 
los «chuecos» (documentos falsos) cuando un policía lo detuvo por un asunto baladí. 
Su solicitud de residencia tenía que pasar por una petición de perdón, un purgatorio de 
trámites y un retorno a El Salvador; seguido de la prolongada zozobra en el pantano 
de la incertidumbre. Todo este infiernillo gringo quedó atrás, Lito obtuvo del perdón y 
la residencia, fundó su propia empresa que ya tiene nueve trabajadores (los dos socios 
y nueve empleados), financió el viaje de su hermana menor de El Salvador a Estados 
Unidos y vio nacer a su tercer hijo. Después de unos cursos que interrumpió por colisión 
de horarios, Lito ha logrado un domino más que notable del inglés.

Lito se ha convertido en un multiusos que con la misma destreza y celeridad pinta 
una tina, cambia una pared o sustituye un rodapié. En su van, que hace las veces de 
bodega y oficina ambulante, tiene decenas de herramientas y todos los artilugios que su 
oficio requiere. «Aquí todo se hace con máquinas», –me explica mientras entramos a un 
condominio donde tiene los contratos asegurados–. Su empresa no tiene ni dos años 
de haber sido fundada y ya cuenta con una numerosa clientela fija, abundantes clientes 
ocasionales y muchos contratos puntuales.

En la era de Trump los migrantes del norte de Virginia respiran el mismo aire de 
tranquilidad que encontré en 2014, cuando el país lo gobernaba el buenazo de Obama, 
nombrado «Deporter in chief» por los activistas que repudiaban el trabajo del Department 
of Homeland Security y su récord de deportaciones. Virginia no es un estado santuario, 
Manassas no es una ciudad santuario, pero las señales de aceptación que la sociedad 
emite cada día hacia los inmigrantes son claras y distintas. Reynaldo se enorgullece: 
«Cuando entro a los condominios, los jóvenes riquitos me saludan. Hacen un gesto de 
aprobación con la mano. Les encanta mi troca del 90 porque dicen que les gustan las 
cosas viejas». –Lito tiene docenas de jefes de mantenimiento en el bolsillo–. Las familias 
de ambos crecen y respiran libertad. Cuando regresé de Portland, Lito pasó a buscarme, 
acompañado de su familia, venían de visitar el museo de historia natural del Smithsonian, 
un entretenimiento de gringos que poco a poco se va latinizando.