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Políticas migratorias estadounidenses y resistencias de los centroamericanos indocumentados en la era de Trump
Ahora Reynaldo trabaja con su hermano Julio Campos, que se vino de Maryland a
aprender el oficio de gramero después de una década en restaurantes. Juntos han fortalecido
la empresa que aquél fundó hace más de un lustro y han expandido la red de clientes a
tal punto que no pueden darse un respiro en el verano, ocupados a más no poder con los
clientes fijos y los eventuales. Reynaldo domina el inglés, alquila una bodega que mantiene
llena de herramientas y se conoce todos los entresijos de la burocracia local, desde saber
dónde botar la broza que saca de los jardines hasta cómo obtener un contrato con el
gobierno de la ciudad para recoger las ramas que caen durante una tormenta.
Ahora está casado y tiene dos hijos. Demasiados cambios en tres años. No ha sido
fiel a su lema de hacer las cosas a un ritmo suave, «Como masca la iguana», una frase
que ya cruzó el atlántico y por la vía de los migrantes se está diseminando en España.
Reynaldo tiene un optimismo a prueba de dinamita, que los miles de dólares que ha
pagado en multas no han podido doblegar. Pasa junto a la policía y comenta: «Ya
sacaron para los frijolitos. A nosotros nos toca más duro para ganarlos». –Gracias a la
calidad de su trabajo, Reynaldo no tiene problemas para ganar clientes sino empleados–
«Los jóvenes no quieren trabajar en esto. He traído algunos y después de una hora ya me
están pidiendo comida, y a medio día se van porque no aguantan. Antes la gente era recia
y ahora se aguacataron[se ablandaron]».
Salgo con ellos a trabajar con la firme intención de no ser como esos jóvenes aguacatados.
Aunque me destinan a tareas no tan pesadas, para mí es muy duro seguir su compás. Me
queda el consuelo de que, en todo caso, seré como esos viejos aguacatados por la edad y
el trabajo de oficina. Cuando el cansancio aprieta, Reynaldo nos da ánimo: «Nosotros
somos de plan y ladera. Somos todo terreno: valle y cerro». El premio de tanta agitación
no tarda en llegar, los vecinos que pasan se acercan y lanzan comentarios elogiosos
sobre nuestra labor. Mejor aún, dos potenciales clientes cerraron trato, uno de los cuales
promete grandes contratos. Se dedica a comprar casas, arreglarlas y venderlas. Su única
condición es que se le cumpla en la fecha acordada.
La calidad del trabajo de Reynaldo y sus mozos salta a la vista. Arreglar un jardín
delantero es como estar en un escaparate, es por eso un teatro de la aceptación social.
Los viandantes solo pueden ver nuestro fenotipo latino, no pueden ver el genotipo
político-legal (el estatus migratorio), pero lo pueden sospechar. El abogado que nos
contrató, un señor en sus 50 años, con porte distinguido y suaves maneras, sí que
lo tiene claro. Quizás por eso al final pagó más de lo acordado y encima nos «tipeó»
[de «tip», propina] con 20 dólares a cada uno. Hicimos un doble trabajo: el jardín y la