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Instituto de Investigación y Proyección sobre Dinámicas Globales y Territoriales
Los niños revolotean alrededor mientras hablamos, nos muestran sus juguetes. Serán
dreamers en un futuro no tan lejano, si es que cuando sean jóvenes soplasen mejores
vientos y se reeditase el paquete de beneficios que Obama concedió en 2012 a los que
llegaron a los Estados Unidos en la niñez y quieren ir a la universidad, un paquete que
ahora Trump amenaza con lanzar por la borda como inútil fardo. Los hijos de Susi
están sobre la senda propicia: en la escuela y avanzando en su dominio del inglés, su
llave hacia la inserción en y la intelección de otra sociedad. Cambiar el piso de cemento
o tierra por el de alfombra, las camionetas desvencijadas por flamantes buses y el estilo
de enseñanza de las maestras no deben ser giros tan drásticos, como la adquisición de
una segunda lengua. Pero aquellos cambios se ven, mientras la lengua, con su pesado
equipaje cultural, va colándose silenciosamente. El mundo globalizado ha borrado otras
diferencias: los juguetes son los mismos, también las horas en común y la dieta. ¿A más
globalización, menos trauma en la adaptación? Eso está por verse.
El mercado latino apenas empieza a abrirse paso en Portland, pero ya dispone de
algunas delicias. Mientras nos platica de sus miedos, Susi reparte una taza de atol de
Incaparina, así llamada por su lugar de nacimiento, el INCAP (Instituto de Nutrición de
Centroamérica y Panamá), donde el bioquímico guatemalteco Ricardo Bressani inventó
en 1959 ese complejo de harinas de maíz y soja, reforzado con vitaminas y minerales
para mejorar la nutrición de los sectores menos pudientes. El sabor de la Incaparina
no borra el miedo. Susi sabe que en cualquier momento la pueden deportar. Tiene que
reportarse con regularidad a una oficina y en algún momento tendrá que enfrentar juicio
en una corte migratoria. No tendrá más remedio que declarar la verdad. En el ínterin, sus
movimientos están limitados: de la misa a la casa, de la casa al trabajo y no mucho más.
En los tiempos que corren, sus movimientos van de muy poco a casi nada, su libertad
está muy restringida por el miedo que las palabras de Trump van sembrando.
Libertad o tranquilidad: Un juego de suma cero
«Libertad o tranquilidad, pero no las dos», me explican Ledis y Manuel, un matrimonio
salvadoreño con TPS y tres hijos nacidos en Estados Unidos. Por pura casualidad mi
visita coincidió con la celebración del décimo octavo cumpleaños del mayor, que cursa
ingeniería informática en la universidad. Hubo tacos y pastel, canciones y risas. Como la
vida corre vertiginosa en el norte, el padre tuvo que irse a mitad de la fiesta para empezar
su jornada laboral, limpia edificios. Empieza a las 4 p.m. y termina a las 2 a.m. o más.
Antes de marchar le dio tiempo de explicar su miedo: «Allá en El Salvador hay mucha
violencia. No hay tranquilidad. Te pueden asaltar o disparar. Pero aquí no hay libertad, te
pueden deportar en cualquier momento».