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Políticas migratorias estadounidenses y resistencias de los centroamericanos indocumentados en la era de Trump
cruda sinceridad de la luz del día le mostró el color de piel de su hijo, que contrataba con
su suave morenez. «¿Y ahora qué hago con este “chanche” (blanco)?», –se preguntó y de
inmediato dio con la respuesta y pensó–, «voy a decir que el papá es un gringo».
Como Susi, muchos otros centroamericanos migraron en esos días. Era noviembre, un
mes que debido a sus bajas temperaturas solía ser de temporada baja en el cruce de
la frontera. A juzgar por las estadísticas de capturas en la frontera sur de los Estados
Unidos, ésta fue una de las reacciones desde el exterior al miedo, decidirse o adelantar
un viaje al que venían dándole vueltas desde hacía meses o años. Ahora o nunca.
¿Será Trump el parteaguas de los volúmenes migratorios? Eso está por verse. La migra
(ICE) sigue haciendo su trabajo. Trump solo es la punta chata y vociferante del ICEberg.
Trabajadora de tierra y mar: De los pollos a las langostas
En Guatemala Susi freía papas en el Pollo Campero. En Portland su itinerario laboral ha
variado: «Aquí empecé empacando langostas. Es un trabajo muy duro y mal pagado, dan
10 por hora, se trabaja en el hielo con unos enormes guantes que no consigue protegerte
del frío y la jornada empieza de madrugada. Ahora ordeno artículos y limpio en un mall».
Su jefe le pagaba el mínimo posible y contrataba africanos y asiáticos a quienes de entrada
remuneraba con tres o cuatro dólares por encima del salario por hora de ella. «Todos
hijos o todos entenados»,
–pensó antes de presentar su renuncia. Llegó temblorosa y
acompañada de una monja guatemalteca que tradujo la áspera conversación. El jefe
tuvo el mal tino de profetizar: «No vas tardar en venir a suplicarme que te dé trabajo».
En efecto, la petición no tardó, pero fue él quien llamó y renovó una oferta laboral mejor
pagada y adobada en elogios; era su mejor trabajadora–. «Es que a eso vinimos», –dice
ella entre risas–, «vinimos a trabajar y a ahorrar lo más que podamos».
El ahorro precisa organizarse para reducir costos. No pueden darse el lujo de tener
una niñera que les cobraría lo mismo que ellos ganan, incluso más. Por eso siembre
hay alguien de la familia en casa para cuidar de los niños: ella, su esposo, su hermano
o su cuñada. Juntos están los dos matrimonios y las camadas de hijos que suman tres,
en una comuna familiar donde todo se parte y comparte: las comidas, los trabajos, las
diversiones y las aflicciones. Su situación me trae a la memoria la más extrema de tres
hermanos hondureños, dos varones y una mujer, que vivían en Fairfax, Virginia, en un
mismo cuarto de un pequeño apartamento con tres cuartos. La renta total, 750 dólares,
se dividía entre el número de cuartos y el cociente de 250 se repartía entre el número de
inquilinos por habitación. Sala, cocina y baño eran áreas comunes.