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Políticas migratorias estadounidenses y resistencias de los centroamericanos indocumentados en la era de Trump

Ismael no tuvo chance de terminar del segundo grado de primaria. Avanzó un poco –
no mucho más– sus habilidades en lecto-escritura gracias a los cursos bíblicos. Por eso 
el examen de ciudadanía se le hizo cuesta arriba. «Le voy decir algo, con el corazón en la 
mano –le confesó al funcionario que supervisaba el examen– : Casi no puedo escribir». 
El burócrata, que no era un engranaje más de un sistema ciego y sordo, respondió:  
«No te preocupes. Aquí vamos a tratar de ayudarte. Yo quisiera ayudarte en todo el 
examen, pero no puedo». Le fue dictando despacito, letra por letra. Y al final le dijo 
con visible satisfacción: «Felicidades. Ya eres ciudadano».

Con rudimentaria palabra escrita, pero eficaz palabra oral, Ismael dio la charla en 
el sótano de la iglesia, como los primeros cristianos en las catacumbas. Fue una 
charla de migrante a migrante, que evoca el proverbial método de «campesino a 
campesino» inventado, quizás redescubierto, en México y puesto en práctica por 
algunas organizaciones de base en Centroamérica. Ismael sabe que este país quiere 
cierto tipo de ciudadanos y por eso capacita a sus paisanos menos avezados en las leyes 
y costumbres del país que mantiene una Ellis Island permanente, un país de la eterna 
probación: «Aquí uno piensa que tiene un problemita que se resuelve en unos dos o 
tres años. Eso nunca se borra. Es de por vida. Por eso pasé esperando para conseguir 
la residencia».

La charla en las catacumbas es un teatro del miedo y la resistencia. El miedo que 
provoca la necesidad de la charla. La resistencia que urde estrategias: «Ideas quiere 
la guerra», reza el refrán salvadoreño que Roque Dalton reproduce en Las historias 
prohibidas del Pulgarcito
. Ese miedo se alimenta de hechos cotidianos: «Antes, cuando 
íbamos a pescar, los americanos se acercaban amistosos y nos platicaban. Ahora 
fuman hierba cerca de nosotros para que nos vayamos. Si no lo hacemos, se van y 
llaman a la policía. Los racistas agarran vuelo cuando escuchan hablar a Trump». La 
vida de Ismael sigue hiperpolitizada, imbricada en la política local y la imperial: partió 
de El Salvador para huir de la guerra y ahora debe medir sus pasos para no caer en 
las garras de una migra a la que Trump quiere afilar las uñas. Vida personal y política 
son una amalgama. Al finalizar la entrevista le pregunté si en este texto quería ser 
identificado por su nombre o por un seudónimo. Casi dijo «Llamadme Ismael», como 
el protagonista de Moby Dick.