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Aun así, Asturias cuando descubrió esto, siguió perdiendo cosas.
Si leemos Hombres de maíz vemos que la mitad de la novela,
exactamente, se dedica al mundo “indígena”, por decirlo así, y
la otra mitad al mundo “ladino” y occidental. Casualmente esa
división se repite en la vida del mismo Asturias, quien pasó la
mitad –exactamente la mitad– de su vida en Guatemala y la otra
mitad fuera.
Sale de su país en 1924 para Europa –para Londres y después
París– y vuelve en 1933. Vuelve con las llamadas Leyendas de
Guatemala, que son, en parte, la primera construcción de una
identidad nacional, histórica y cultural (y posiblemente la primera
obra del llamado realismo mágico latinoamericano), y en parte
una interpelación –y una súplica– dirigida por un joven ausente,
pidiendo perdón por su ausencia y permiso para reintegrarse a la
madre patria abandonada. No fue perdonado. Entre 1933 y 1946
sufrió –como casi todos los guatemaltecos de la época– un exilio
interior político y cultural y empezó a escribir Hombres de maíz
sobre otra Guatemala, sobre la Guatemala otra, un país y una
identidad alternativas.
Para ser moderno, y mucho más para saberlo, un latinoamericano
tenía que salir de su país, vivir fuera. Esto seguía siendo verdad
incluso en los años 60, incluso para los escritores del llamado
“Boom”. Pero para ser posmoderno parece que el escritor no tiene
por qué salir de su país. Tiene la televisión como alfombra mágica,
puede “navegar”, como se dice, a través del Internet. Nuestra
relación con el tiempo y con el espacio, y con los demás, y con
el lenguaje y con la cultura y con nuestra propia subjetividad,
se está cambiando revolucionariamente –¿me pregunto si los
cambios subjetivos, ideológicos, son realmente revolucionarios?–
Más precisamente, la relación del escritor, de la escritura, con el
mundo –la sociedad, la cultura– también está cambiando y aun
si pensamos que la literatura sobrevivirá, seguirá importando