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estampillas procedentes de países no británicos, sobre todo las
latinoamericanas, y entre las latinoamericanas, especialmente, las
guatemaltecas. No eran más de diez o quince, pero sus imágenes
de aves para mí exóticas, de volcanes y de locomotoras me
parecían una cosa de ensueño. Si se me hubiera ocurrido, habría
inventado alguna etiqueta literaria –el “realismo mágico”, quizás–
para evocar mi concepción, basada en la más absoluta ignorancia,
de aquel país fabuloso, Guatemala.
Fue así que Guatemala, para mí, fue un deseo mucho antes de
que aprendiera el español. Diez años después, en la Universidad,
estudié Letras Hispánicas. Aún recuerdo el día, allá por el año
de 1964 –afuera estaba lloviendo– en que, a los veinte años,
ya un poquito aburrido con el Siglo de Oro español, leí las
primeras palabras de una novela ‘sudamericana’, como nosotros
decíamos en aquel entonces. (Significaba “por debajo de Estados
Unidos”.) Comenzó: “Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de
piedralumbre...”. Pensé: “Estoy en América Latina”. Seguí leyendo,
llovía afuera: “Todo en movimiento. Nada estable. Retratos y
retratos confundiéndose, revolviéndose, saltando en pedazos
para formar una visión fugaz a cada instante, en un estado que
no era sólido, ni líquido, ni gaseoso, sino el estado en que la
vida está en el mar. El estado luminoso. En las vistas y en el mar”.
Pensé: “Este es mi mundo”. Desde ese momento yo sabía que
quería experimentar esa “inmensidad en movimiento”, yo quería
participar de ese “estado luminoso” en que las imágenes soñadas
se convertirían en realidad. Y la verdad es que Asturias nunca me
decepcionó, ni Guatemala ni América Latina me decepcionaron,
aunque naturalmente después descubrí que aquel mundo
era mucho más complejo e incluso mucho más ancho y ajeno
(e incluso sombrío) de lo que yo me había imaginado.
Me gradué. Me inscribí en la Universidad de Edimburgo para
preparar una tesis doctoral sobre ese guatemalteco pero antes fui