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parecen por momentos escapar de sus manos y decir más de lo
que él mismo podría haber sospechado. Al respecto, Luis Harss
[1966: 123] comenta sobre la novela: “Si los personajes parecen
obrar por su cuenta, independientemente de la voluntad
del autor, es porque los títeres se han sublevado, exigiendo
plena autonomía.” Y es precisamente esta “sublevación” de los
personajes lo que resulta más revelador.
Lo que sí es seguro es que dentro de la novela nada ni nadie tiene
un existencia estable, todo se transforma una y otra vez, casi
como una metáfora de la visión circular de la vida dentro de la
cosmogonía maya, de ahí las constantes transformaciones que los
personajes experimentan, y de ahí también el uso de un discurso
de insistentes referencias y ritmos sexuales que van acelerándose
e intensificándose a lo largo de la novela.
Sin profundizar en todos los posibles niveles simbólicos de
la novela, Mulata de tal hablaría del choque entre las fuerzas
cristianas y las fuerzas paganas del mal. Lo interesante aquí es
que las fuerzas del mal están personificadas dentro de la novela
sobre todo por la una mujer, la Mulata, cuya caracterización y cuya
fuerza en el texto parecen más definidas y más concretas aún que
las de Cashtoc y Candanga, los dioses del mal que se disputan
el poder. Y mientras estas fuerzas malignas luchan, una por la
destrucción de la raza humana y otra por su propagación para que
así haya más pecadores en este mundo, varias figuras femeninas
combaten con todas sus fuerzas por la posesión de un hombre y
por la recuperación de ciertas condiciones fundamentales que les
han sido arrebatadas.
Veamos ahora de manera particular algunas manifestaciones de
lo que he venido señalando hasta el momento. Los conflictos
que abren la primera parte de la novela son desencadenados por