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Tanto en la obra de Díaz como en la de Miguel Ángel Asturias, los 
personajes no pueden sortear las pruebas a las que son sometidos; 
Fanto delante del espejo, aún duda de ser el objeto de infidelidad 
enunciada en la presencia de los sombreros. Tenemos la impresión 
que los personajes están imposibilitados para comprender su 
mundo y son incapaces de obrar para cambiar su realidad:

Al entrar descubre el sombrero en la capotera (un pájaro sin plumas 
en la rama de un árbol sin hojas)…

No se da por entendido. No se detiene. Busca el refugio del espejo. 
Se contempla. Se contempla largamente. Le complace su imagen, su 
persona.

No presume, pero… rivales con él… jajaja… (p. 767)

Su cara de maniquí, poco expresiva, sus ojos de muñeca sin memoria, 
no recuerdan que en esta capotera, árbol sin hojas ni raíces, siempre 
solitario, sus manos colgaron más de un tocado masculino.

Deja la gorra de maquinista o fogonero, lona, sudor y tizne, en la 
capotera y sale por la izquierda silbando alegremente
 (p. 784).

Como la historia aparentemente no avanza –de allí las imágenes 
asturianas de maniquís en escena, detenidos en el tiempo, como 
en vitrinas viejas y abandonadas– no podríamos tampoco afirmar 
que exista una causalidad explícita, lo que vendría a completar el 
esquema de un corpus teatral inmerso en distintos momentos de 
la cultura latinoamericana

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.

Miguel Ángel Asturias con esta pieza, sin embargo, se coloca de 
lleno en ese momento del teatro de Latinoamérica –la década 
del 70– en el cual se resemantizan formas teatrales tradicionales 

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 Es obvio que el artificio de los maniquís nos indica una de las variedades del absurdo 

en el teatro latinoamericano. Quizás ese momento cuando el modelo europeo ya ha 
sido asimilado y se inicia una cierta orientación hacia la crítica social que se encuentra 
directamente conectado con la censura. Las relaciones que median entre los personajes 
elaboran una pluralidad de planos de lectura.