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En el caso de Asturias, esta identificación con el síntoma reprimido
es una identificación con el espacio de la articulación de las
diferencias, y no con un polo o el otro de la diferencia articulada que
existe previamente, como positividad “anómala”, en la sociedad, de
donde Asturias la tomó porque la vivió como universo simbólico al
que fue identificado por condicionamiento social.
Asturias, como todos los guatemaltecos indios o ladinos, tiene
una crisis de identidad debida a una carencia que se torna objeto
de deseo. Esta carencia no es un “otro” polar. Lacan, nos recuerda
Žižek, dice que “el otro no existe... como un orden cerrado,
consistente” (p. 18). El otro –sobre todo como objeto de deseo–
soy yo mismo: un yo partido, con una carencia y, por tanto con
un deseo, el deseo de la partición rellenada, hecha compacta,
articulada. Este relleno necesariamente tiene que estar hecho de
los dos (y no solo de uno de los) componentes que, separados,
dan lugar a la grieta, a la carencia.
Como se sabe, la incorporación de lo real del deseo a la realidad
del universo simbólico implica la locura. Asturias opta por la locura
a partir del pacto de Celestino Yumí con el diablo, pero después
vuelve a la cordura, al final, cuando en el verso en el que todo
deseo ha desaparecido, la purificación resultante del descenso
al propio infierno intercultural e interétnico ha dejado al sujeto
popular preparado para optar por otra utopía, para reciclar su
objeto de deseo en otra carencia diferente a la anterior, la cual
ha sido asumida a lo largo de esta alucinante alegoría nacional
intercultural e interétnica. La locura, pues, es un estado transitorio
y no permanente en la espiral esotérica asturiana.
Repitamos que el guatemalteco de Asturias no tiene como carencia
al indio o al ladino, sino a la articulación de ambos en un sujeto
que es objeto colectivo de deseo: el sujeto popular interétnico
democrático. Más allá de indios y ladinos y de un guatemalteco