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Y como sabemos que el objeto de deseo no es sino un sustituto
externo del verdadero objeto de deseo interno (es decir, del propio
sujeto de deseo que es objeto de su propio deseo), el carácter
nacional de la positividad deseada de la democracia constituye
un autogoce a la vez estético, político, ideológico, ético que existe
en la realidad y que ha dejado de existir (o que existe solo como
carencia) en el espacio del deseo.
Por eso decíamos que las diferencias articuladas ya existen en
sus espacios interétnicos antes de su presentación literaria y su
representación política. Los pueblos y los individuos organizan,
pues, su goce, su deseo, en el espacio de su imaginación y su
fantasía compartida, por eso reproducen el deseo en forma de
mitos nacionales y, para decirlo con Jameson (al referirse a los
artistas latinoamericanos y sus obras), de “alegorías nacionales”
123
.
Ya se sabe que el objeto de deseo sirve no tanto para que el deseo
sea satisfecho cuanto para mantener vigente el impulso deseador,
es decir, el deseo mismo: este es el carácter de la utopía, sea esta
nacional, internacional o global, y es también el carácter de todos
los nacionalismos. Lo interesante a estas alturas es determinar
qué tipo de democracia u objeto de deseo nacional es posible
en el universo concreto de las hegemonías y las dominaciones
globalizadoras.
Como objeto de deseo, la democracia y su sujeto adoptan rasgos
no solo políticos y económicos, como puede ocurrir con la
posición popular y su opción por la ética de los valores de uso,
sino también rasgos étnico-culturales, como ocurre en el caso
de la posibilidad de optar por la separación de las diferencias en
polaridades binarias o por la interetenicidad, la “migrancia” y la
disglosia propias de la articulación de las diferencias. Estas dos
últimas posibilidades están determinadas por la realidad racial y
étnico-cultural del espacio nacional de que se trate.
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Benedict Anderson. Comunidades imaginadas. México: FCE, 1993.