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diferente. Asturias, por tanto, no plantea un retorno a los valores
de uso sino, primero, una caída resultante de su abjuración y,
luego, una redención-resurrección hacia una vuelta superior de la
espiral del tiempo y el espacio.
El capitalismo oligarca es el infierno –la caída de Árbenz, como
interpreta Prieto–, la infecundidad, el Demonio, el Mal. Pero
este mal se asume y se ejerce por parte de los personajes como
premisa de su superación consciente, la cual implica la muerte
del viejo Yo, cuyo objeto de deseo, enajenado –y encarnado en
la Mulata de Tal–, por ser un valor de cambio, se ha transformado
alquímicamente (sujeto que se ha autoconsumido en su propio
fuego, como Kukulkán) en un objeto de deseo que Asturias no
explicita (por ser exclusivo de quienes han pasado el rito de
iniciación alegorizado en su novela), sino se contenta con dejarlo
insinuado en los niños del futuro, planteados como sujetos que ya
no tienen otro objeto de deseo más que el azul del cielo: es decir,
el infinito. Por eso cierran el libro cantando:
¡Yo soy feliz,
yo nada, nada espero,
porqueeee el azul
del cielo, es ya mi casa! (p. 300)
El diablo de Taussig sería, para Prieto (p. 197), detritus, hojas
de maíz, excremento, según la asociación freudiana de dinero
y heces que Asturias lamenta como camino tomado por los
guatemaltecos después del derrocamiento de Árbenz. Asturias,
dice Prieto (p. 203), padecía ira cuando escribió esta novela porque
había perdido a su primera esposa, a su madre, al gobierno de
Árbenz, y sus ideales se habían frustrado. Si aceptamos esto, a
Asturias solo le quedaba la limpieza personal, la cual inicia, como
se sabe, mediante la terapia del psicoanálisis, del cual quizá esta
novela sea una alegoría también.