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La novela abre con un despliegue de poder machista obsceno que, 
averiguaremos luego, tiene como propósito (pactado entre nuestro 
personaje y el diablo) hacer pecar a las mujeres haciéndolas caer 
en la lujuria y que vayan a la iglesia a comulgar en ese estado. Con 
la bragueta abierta, Celestino Yumí se pasea por pueblos y ferias, 
misas y fiestas haciendo ostentación de los bienes que constituyen 
riqueza patriarcal en la economía campesina: falo, caballo, 
sombrero, compadre, casimir. Ha hecho un pacto con Tazol, diablo 
indígena de hojas de maíz, quien luego de agradecerle sus buenos 
oficios en las iglesias de los pueblos cercanos le indica que su mujer 
lo traiciona con su compadre Timoteo y que es mejor que “accedas, 
por fin a darme a tu mujer, ¿para qué la quieres si te traiciona?, a 
cambio de que yo te haga rico” (p. 13).

La aceptación de este pacto con el diablo por parte de Yumí 
perfila a este según las características del sujeto popular que 
no ambiciona formar parte del sistema sino solamente burlar 
sus mecanismos de movilidad social, los cuales le han sido 
estructuralmente vedados a los pobres y, además, evidencia el 
incentivo del orgullo falocrático, aquí asociado con el Mal, propio 
de las patriarcales sociedades campesinas:

—No se trata de matar. Primero, oye a Tazol. La venganza con el 
compadre que te hizo...

—¡Cabrón!

—...de chivo los tamales, va a ser tu capital saneado, el de él está 
podrido de hipotecas, y no capitalito de aldea, sino capital de veras.

—Tazol, yo me conformo con ser el más rico de Quiavicús, y de 
todo esto por aquí...

—Pero ya sabes el precio...

—¡Bueno, mujer que ha faltado a su marido, ya no tiene valor, para 
qué sirve, y ya lo creo que te la doy!