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El autor saca de un contexto habitual a personajes y objetos 
produciendo así un efecto de rareza, como en un sueño o pesadilla. 
Escarcea por “la otra realidad” –los deseos, anhelos, frustraciones, 
temores– donde subyace la verdad interior que se cela tras la 
apariencia de la personalidad humana:

"Es el túnel de los que sueñan, de los locos y los engasados. Y es 
en ese túnel profundo, cavado en nosotros mismos, donde, al 
mezclarse alma y cuerpo, carne y espíritu, nace el tono." [36].

La utilización del recurso mágico, aunque no tan abundante 
como en otras de sus novelas, produce escenas magníficas como 
la goyesca del asalto de las locas; o las trasmutaciones de Onofre 
que cambia de ser una mujer de aspecto hombruno a una mujer 
de “nieve y luz eléctrica”. Estas composiciones, dignas de una 
corte de los milagros a lo Valle-Inclán, también revelan la huella 
quevedesca y recuerdan a los expresionistas alemanes, como 
Grosz.

Otro aspecto muy importante reside en el tratamiento polifónico 
[Bajtín, 1986] de las voces narrativas. De tal manera, la novela 
aparenta ir haciéndose sola, ya que el personaje narrador 
frecuentemente cede la voz a los otros personajes, que elaboran 
un contrapunto cada uno con su propio e inconfundible registro.

Hay gran profusión de diálogo y, sobre todo, un afortunado uso 
del discurso indirecto libre. Este último es el que de manera 
confusa para el lector, parodia e intenta apoderarse de la voz 
de un personaje, por lo que no se distingue con claridad si es 
efectivamente el personaje quien habla o si es el autor que parodia 
el pensamiento y habla de aquel, mediante el uso fluctuante de la 
primera y tercera voz narrativa:

"Lo sé, lo sé… –siguió la vieja, paladeaba sus moros y cristianos…– 
y no dijo más por acompañar con los ojos a la Cobriza, la propietaria 
de “La Flor de Un Día…”. ¿Su marido? Decían, aunque quizá sólo