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Revista Eutopía, año 3, núm. 5, enero-junio 2018, pp. 49-79, ISSN 2617-037X

la segunda de unos migrantes que se lanzan hacia ella. Confundir ambos 
niveles, y también presumir que la posibilidad de historizar la ilegalización 
anula el hecho de que los migrantes actúan en un contexto donde esa 
ilegalización ha sido naturalizada, son dos factores que de entrada excluyen 
el desafío de los migrantes a la autoridad estatal.

No importa si la presencia de inmigrantes no autorizados en los Estados 
Unidos «no implica un crimen contra alguien en particular» y «sólo constituye 
una transgresión contra la autoridad soberana del Estado-nación»

76

. El 

hecho es que hay una violación de la ley. Si un grupo de activistas le prende 
fuego a la bandera de los Estados Unidos, sus miembros no podrán aducir 
en su descargo: «No era más que una bandera, no hemos hecho daño 
a nadie». Puesto que la quema de la bandera fue una provocación, esos 
activistas asumirán su delito y no querrán que sea subestimado. Despolitizar 
es empobrecer la comprensión de la realidad y desempoderar a quienes 
emprenden acciones políticas. En el caso de los migrantes, se entiende que 
obran por necesidad y sin intención de provocar. Por eso sus valedores 
disculpan su delito, como si se tratara del acto de un hambriento que hurta 
un par de manzanas caídas en el exuberante jardín de Donald Trump; pero 
la motivación material de sus actos no debe cegarnos ante su carácter de 
desafío y su inscripción en el ámbito de la política.

La lucha por imponer el principio de que los cruces de la frontera no 
autorizados no sean tratados como delitos es muy justa, pero debe ser 
tratada como un dato más en el debate político sobre migración y no 
considerar –para efecto de análisis– que la ilegalización torna inocuo el 
acto. Coincido con De Genova en que la implementación de la legislación 
migratoria hace que la «ilegalidad» parezca un cosa en sí misma objetiva

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Pero para efectos de la acción social, de las consecuencias y las reacciones 
que provoca –entre ellas el análisis–, ese fetiche tiene entidad propia y 
objetividad. La tradición de los estudios sobre el tema –por ejemplo, 
trabajos sobre el nacionalismo de Benedict Anderson–, nos ha enseñado 
que estamos ante artefactos culturales muy poderosos, que tienen la 
objetividad de que «han adquirido existencia histórica», y «se han hecho 

76 ibid., 237.

77 ibid., 248.