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U
NIVERSIDAD
R
AFAEL
L
ANDÍVAR
V
ICERRECTORÍA
DE
I
NVESTIGACIÓN
Y
P
ROYECCIÓN
Entrega especial Ricardo Falla, S. J.
una coherencia conceptual con el materialismo cultural de Adams
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y,
creo yo, cierta continuidad con la teología de su época. Desde luego, a
Levi-Strauss le importó poco el existencialismo de Heidegger o Turner, y
tenía suficientes reservas para creer que el materialismo cultural (de cualquier
tipo) podía ofrecer una respuesta adecuada sobre la realidad simbólica.
De hecho, su obstinación con la realidad inconsciente le valió enormes
sospechas. No obstante, algo que pocos lograron ver es la condición
artificial y suplementaria de la realidad simbólica, antes que o más que
hacer inteligible lo ininteligible, sostiene la diferencia «cognocible/
incognocible». Dicho de otra forma, se puede aceptar que la fe se base
en lo absolutamente incognocible (potencial cultural no comprobable);
se puede creer que las categorías sociales dependen de la «dialectización»
de momentos rituales en donde estas están radicalmente indeterminadas
(liminalidad); incluso se puede creer que la adhesión total a una creencia
depende de la disposición a perder la vida (totalidad); pero todas estas
posibilidades dependen, a su vez, de que la diferencia «cognocible/
incognocible» se sostenga. Esto es lo que creo yo, no es «dialectizable», al
menos no en los términos que plantea Quiché rebelde.
Ahora bien, de acuerdo a James Siegel
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, no se trata, en sentido estricto,
de que «significantes flotantes» o palabras, cuya función es similar a la de
«suerte» absorban –como creía Levi-Strauss– la incongruencia entre lo
comprobable y lo incomprobable. En realidad, al decir «suerte» dicha forma
de nominación funciona como la cópula «es» y, en consecuencia, la fuerza
que posee es performativa
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: hace expresable y le da consistencia a dicha
incongruencia. Cuando el entrevistado de Falla dice, como vimos antes,
que su éxito en el comercio es la «suerte» que «nuestro Señor» repartió,
él ha logrado expresar lo que parecía incongruente y, así, desplaza dicha
51
Falla,
Quiché rebelde, 63.
52
James Siegel, Naming the Witch.
53
Grosso modo, un acto performativo es aquel en el que el acto de enunciación –por ejemplo, la
nominación– trae a la existencia y le da estatuto de realidad a aquello que se está nombrando.
John L. Austin creía que dichos actos de habla dependían de las convenciones culturales y
validaciones simbólicas inscritas en la ritualidad de los grupos sociales. Derrida argumentaría
posteriormente que los actos performativos inscritos en la ritualidad social tienen que ser
reiterados permanentemente, sometiéndolos así a las posibilidades de descontextualización
y resignificación. Este proceso, por supuesto, está plagado de la posibilidad de fracasar y
desplazarse de la estructura ritual misma. Véase a John L. Austin, How to do Things with Words
(Cambridge: Harvard University Press, 1975); Jacques Derrida, «Signature Event Context»,
Margins of Philosophy (Chicago: Chicago University Press, 1982), 309-330.
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J
UAN
C
ARLOS
M
AZARIEGOS
H
ACERSE
CARGO
DE
LA
VIDA
Y
DE
LA
MUERTE
:
HACIA
UNA
RELECTURA
DE
Q
UICHÉ
REBELDE
,
DE
R
ICARDO
F
ALLA
Entrega especial Ricardo Falla, S. J.
incongruencia de la sospecha de brujería. Dios nombra dicha realidad
–funcionando como un puro símbolo– pero es la fuerza performativa que
posee dicha enunciación la que le permite al comerciante actuar sobre una
realidad en exceso.
La Acción Católica no hace otra cosa que corroborar dicho desplazamiento
y lo convierte en certeza: la creencia se confirma. Es en este preciso
momento en el que la figura del enemigo adquiere consistencia. Pero,
¿cómo se da el paso de la certeza de «mi suerte» a la disposición a perder la
vida? ¿Se trata de poder o fe? Aquí, Falla recurre al testimonio de Jacinto:
Un día mi papa me dijo: «Vas a seguir tu religión?». «Aunque me muera», le dije.
«Tú querés morir, como si fueras más grande que yo. El pisto lo tenemos guardado
para enterrarte» (…) Yo le dije: «ese terreno que lo tengo intestado, porque no
tenía testamento, a cualquier hermano que se anime a enterrarme, que se quede
con él». Bravo está mi papá (…) Yo le dije: «que no vengan esos señores a quemar
copal [Aj K’ij]. Los vamos a apedrear y voy a ir al juzgado a decir que ellos me están
metiendo esta enfermedad, pues son cosas del demonio». Y se quedó callado
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.
Falla tiene razón en decir que Jacinto ha perdido el miedo al «zahorín», y
está dispuesto a perder su vida como creyente. Pero Jacinto también dice
estar dispuesto a usar la violencia en contra de los mismos a quienes él
responsabiliza de estar «metiéndole enfermedad» o, dicho en los términos
de Quiché rebelde, haciéndole brujería. La violencia que él imagina como
posible encuentra su justificación y por eso no duda en decir que va a
ir al juzgado: él no tiene ninguna culpa. Por esto, me parece, el juzgado
no aparece como el lugar al que Jacinto iría a confesarse como si fuese
responsable de una falta o delito, sino lo contrario: él va a denunciar a
uno. De ser así, la violencia que él se imagina capaz de ejercer, debería ser
entendida no solo como una disposición a perder la vida, sino también
a defenderla.
Aquí valdría la pena preguntarse: si Jacinto está dispuesto a defender su
vida, a apedrear a los que queman copal, ¿está dispuesto también a dar la
muerte a quien trata de quitársela? Y, de ser así, no es esto ya parte de la
lealtad total que el creyente asume ante su fe? La pregunta importa porque,
en Quiché rebelde, se sostiene que el ascenso total de la creencia, lo que le
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Falla,
Quiché rebelde, 337, énfasis mío.