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Entrega especial Ricardo Falla, S. J.

número de combatientes, tipo de armas y otros instrumentos, como radio 
de comunicación. 

A diferencia de 1983, la separación entre guerrilla y población civil 
estaba ahora marcada. Nosotros, como sacerdotes, no podíamos entrar 
a los campamentos guerrilleros, nuestra atención pastoral era solo para 
la población civil. No éramos capellanes castrenses. Y el sentimiento 
que existía era de estabilidad de largo plazo y de optimismo, como si el 
triunfo se conseguiría, aunque no se supiera cómo ni cuándo, apreciación 
que contrastaba con el juicio de muchos revolucionarios fuera del área de 
conflicto que opinaban que la guerra se había perdido desde el momento 
de las grandes masacres de 1982.

El 7 de agosto de 1987, se emite el acuerdo de la reunión de Esquipulas 
II de los cinco presidentes de Centroamérica, celebrada en la ciudad de 
Guatemala, que marca las líneas del proceso de paz en todo el istmo. Allí 
se habla de la promoción del cese de hostilidades. Poco después, se celebra 
en Madrid, del 7 al 10 de octubre, una reunión de bajo nivel –se insistía 
en que era de bajo nivel y que los miembros del Gobierno no iban como 
sus representantes– entre estos y miembros de la Unidad Revolucionaria 
Nacional Guatemalteca (URNG). Se dijo, y nosotros lo oímos desde la 
selva por radio, que se convenía en un cese al fuego que comenzaría el 
viernes 2 de octubre a las cero horas y terminaría no recuerdo cuándo.

Pero en Ixcán, desde finales de septiembre, el Ejército desencadenó una 
ofensiva, la más fuerte que se había conocido, contra la guerrilla y las CPR 
en conjunto, sin diferenciar a una de otra, pues los militares decían que la 
población bajo la montaña era únicamente un brazo, con apariencia civil, 
del mismo cuerpo guerrillero. El cese al fuego mostró ser papel mojado. 
Nuestra interpretación era que precisamente porque se comenzaba un 
proceso de paz, el Ejército, en su ala más dura, pretendía terminar de una 
vez por todas con las CPR.

La ofensiva fue excepcional: fue nacional; tuvo nombre (Ofensiva de 
fin de año) y reconocida públicamente; desplegó trece mil efectivos en 
todo el país y gozó del apoyo de la aviación que bombardeó, en Ixcán, a 
cerca de diez comunidades con bombas de 500 libras. Para nosotros, la 

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Entrega especial Ricardo Falla, S. J.

ofensiva significó dos cosas: a) la persecución de la población que debía 
estar en continua huida bajo la selva, sometida a «condiciones de existencia 
que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial», como dice la 
Convención de Ginebra, y b) el bombardeo, nunca antes sufrido, como si 
se quisieran repetir las masacres de 1982 desde el aire, con unas veinticinco 
a treinta bombas en cada bombardeo.

Me tocó vivir uno de esos bombardeos el 16 de octubre de 1987. Estábamos 
esperando el anuncio de los exploradores para salir del campamento 
en caso de que la infantería se acercara, cuando un par de helicópteros 
comenzó a circular al grupo de comunidades en que nos encontrábamos. 

De una de ellas la guerrilla había hostigado a un helicóptero en la mañana. 
Ya en la tarde, otro helicóptero vino a tirar un bote de humo anaranjado 
para mostrar el blanco y luego oímos el zumbido típico del A37-B que 
después de un par de vueltas picó sobre nuestras cabezas, estando ya 
nosotros bajo tierra en una trinchera. Se levantó (…) En esos segundos 
entre que pica y se levanta no sabíamos dónde caería la bomba, si sobre 
nosotros o en otro lugar. Bum, y cayó sobre la comunidad de donde 
había salido el hostigamiento. No sé si fueron diez o quince bombas. Los 
hombres se quedaron fuera de las trincheras, de pie, protegidos de los 
gruesos troncos de los árboles. 

Cuando los aviones terminaron de bombardear, se retiraron. Y entonces, 
toda la gente salió de la trinchera, nerviosa, comentando, quitándose unos 
a otros la palabra, riéndose, porque, paradójicamente, el bombardeo no 
nos había hecho daño y el Ejército se había gastado mucho dinero en 
bombas. Pero al rato, vinieron los Pilatus, más lentos, tal vez por eso 
vinieron luego, y comenzaron otra vez, con bombas que parecerían ser 
más pesadas. Algunos de los hombres junto a los palos sintieron el peligro 
más cerca y se metieron a la trinchera, donde estábamos apretados con 
las mujeres y los niños. Éramos como nueve en esa trinchera cubierta. 
Y así, de nuevo, cuando se fueron, toda la gente se desenterró y salió a 
comentar con cierto aire triunfante. En efecto, en toda la ofensiva, los 
bombardeos solo causaron cuatro víctimas entre la población civil. Nada 
como las masacres de 1982.