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U
NIVERSIDAD
R
AFAEL
L
ANDÍVAR
V
ICERRECTORÍA
DE
I
NVESTIGACIÓN
Y
P
ROYECCIÓN
Entrega especial Ricardo Falla, S. J.
De allí salió el librito que se publicaría en El Salvador, Esa muerte que nos hace
vivir, que terminé de escribir en la ciudad de México, anegado en llanto. Y
es que tuve una crisis afectiva muy fuerte y para discernir de mi vida salí de
Guatemala para poner tierra de por medio. El dolor por el que pasé fue el
mayor de mi vida, el de una noche oscura, como dice San Juan de la Cruz.
En el proceso de discernimiento, yo gasté mucha tinta reflexionando sobre
mi vida, pero a la vez tenía este compromiso con el obispo. Tenía que
escribir algo. Y había cierta presión, porque teníamos otro compromiso,
que era ir a apoyar cuanto antes a la Revolución sandinista desde nuestras
especialidades. Entonces, embargado en mi problema, no pude menos de
trasladarlo a la interpretación de la religiosidad popular, como si fuera mi
propio espejo. Qué me importa, dije, si no sigo normas establecidas de
análisis. Pero sí las seguí, porque se me vino a la mente de nuevo Turner
y su liminalidad, ya que yo mismo estaba en un estadio liminal, ni aquí ni
allá, o acababa de pasarlo, al decidir seguir en la Compañía de Jesús a pesar
de que otros compañeros la hubieran dejado. Entonces, fiché como en
un mes de trabajo todo mi material y en una sola tarde estructuré todas
las fichas, colocando el nacimiento y la muerte, como primeros capítulos,
el primero, la entrada de la vida; y el segundo, la salida de la vida, dos
umbrales para los cuales hace falta una aceptación social.
No creo que falseé o violenté los datos con mi experiencia. En ellos no
mencioné mi experiencia para nada, pero sí llené los datos con la experiencia,
casi como si estuvieran para reventar. Myrna Mack, la antropóloga que fue
apuñalada en 1990 por el Ejército, me contaban que leería luego el librito
y subrayaría el capítulo de la muerte, como si ella leyera un prenuncio de la
suya. Ella conocía lo que había detrás de esas líneas. Ella conocía también
Quiché rebelde y debe haber notado que era la misma mente analizante, un
caso u otro, pero que en Esa muerte que nos hace vivir, lo que yo decía no era
oído, sino vivido. El título quedó así, porque hay muertes que son estériles,
que no nos hacen vivir, pero hay otras que sí son vida, y que las estériles
son las falsas muertes, que ordinariamente son las que buscamos para
usarlas como escudo frente a la muerte verdadera, la mía, la que me toca,
que es MUERTE, y por eso la rehuimos, pero esa es la que nos da vida.
En realidad, de esta crisis yo salí como resucitado, llorando a mares detrás
de las paredes, a escondidas, pero nuevo, casi podría yo decir, reluciente,
como se lo dije una vez a Ellacuría al volver de México a Centroamérica
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R
ICARDO
F
ALLA
, S. J.
C
AMINO
DE
VIDA
EN
LA
INVESTIGACIÓN
DEL
HECHO
RELIGIOSO
Entrega especial Ricardo Falla, S. J.
pasando por El Salvador, «Ellacu, ¡he muerto!». Pero estaba vivo. Y él, el
gran líder y el de una inteligencia poderosa, así lo veíamos nosotros, solo
calló y admiró. Todavía me remueve. Ustedes han sentido lo que es esta
muerte en vida. Ustedes me entienden. Aprovéchenla en sus estudios. No
los divorcien de la vida. Las dicotomías son un enemigo perverso.
Con esa herida fui a Nicaragua en 1980 para trabajar en la Reforma
Agraria desde un centro de investigación llamado Centro de Investigación
y Estudios de la Reforma Agraria (Ciera). No puedo extenderme a la
experiencia de investigación en la «Nicaragua Nicaragüita». Desde allí
seguíamos con ojos revolucionarios el auge popular y guerrillero en
Guatemala, pero también las masacres. Desde allí organizamos la vuelta a
la patria con unos compañeros. Eso nos llevó a visitar los campamentos de
refugiados en 1982 y constatar que las noticias de las masacres genocidas
no eran una exageración.
Tuve la suerte o el don de oír a uno de los sobrevivientes de una de esas
masacres, cometida el 17 de julio de 1982, en una finca aldea llamada San
Francisco, del municipio de Nentón, situada junto a la frontera con México.
Encontré a los sobrevivientes de la masacre en un ejido chiapaneco, llamado
La Gloria. Don Mateo nos contó –y yo lo grabé– cómo había sobrevivido
después que apilaron sobre él a los cadáveres de los hombres que habían
matado ese día y cómo se había escapado después de hacer una oración
a los muertos que lo rodeaban: «Compañeros, ustedes ya están libres, no
me agarren, déjenme ir en libertad». Y sintió fuerza, se paró, se quitó las
botas de hule, abrió la ventana del juzgado auxiliar donde se encontraba
encerrado y, como una culebra, para que no lo oyeran los soldados que
tocaban las grabadoras robadas de los ranchos, se escapó a México, donde
al día siguiente lo recibirían los ejidatarios que lo conocían porque venía a
cortar café a Chiapas.
Yo le pregunté, «Don Mateo, ¿usted iba triste?». ¿Iba triste cuando iba
caminando hacia el ejido? Había perdido muchos familiares. La masacre
se había llevado 376 personas. «Don Mateo, ¿usted iba triste?». Él me
contestó, «No, no iba triste, iba como bolo, no sé si es de día o es de
noche, voy sin comer nada, como si hubiera destazado un animal, voy
sin sombrero». Yo, entonces, me di cuenta de que él iba en un estado