110
U
NIVERSIDAD
R
AFAEL
L
ANDÍVAR
V
ICERRECTORÍA
DE
I
NVESTIGACIÓN
Y
P
ROYECCIÓN
Entrega especial Ricardo Falla, S. J.
Desde la gran pobreza que vivían algunas comunidades de Parramos,
San Martín Jilotepeque, San Juan Comalapa, Santa Lucía Cotzumalguapa,
Santa Cruz del Quiché, ¡qué fácil era llegar a tocar casi con las manos la
raíz de los problemas estructurales e históricos! Este proceso fermentaba y
contagiaba la conciencia de dignidad y de derechos de los que eran sujetos.
En la costa sur, –Escuintla, Santa Lucía Cotzumalguapa, Tiquisitate y en el
puerto San José–, el trabajo desde 1968 venía estructurándose con nuevos
aires desde la actividad pastoral de los misioneros de CICM (Scheut),
siguiendo los ciclos religiosos que la diócesis determinaba. El apoyo de
la Comunidad de la Zona 5 era aportar marcos nacionales y regionales,
conexiones con otras experiencias del país y con frecuencia algunas guías
para ampliar la visión y el conocimiento de las condiciones económicas en
que se desarrollaba la actividad pastoral.
Los Scheut fueron nuestros maestros en la costa sur; algo similar pasaba
en Quiché con los misioneros del Sagrado Corazón. Teníamos la ventaja
de no estar anclados en una parroquia delimitada, no competíamos
pastoralmente en las estructuras parroquiales, sino que completábamos sus
esfuerzos. Nuestro actuar era como una caballería ligera y móvil.
El grupo cotejaba semanalmente los elementos extraídos del trabajo
educativo u organizativo de campo con el análisis político nacional. Este
examen, en el cual César Jerez era un maestro de la síntesis, servía de
escuela y de marco para seguir remando hacia adentro; alimentaba los
aportes que más requerían los agentes y liderazgos locales, que era el
enfoque de una visión nacional, una razón estructural de la situación que
día a día vivían en lo local. Otro elemento fundamental y muy novedoso
–aunque parecía elemental– era el análisis del contexto material y
económico en que se daban los procesos pastorales y de concientización.
Los datos que se obtenían fácilmente los convertían los trabajadores
catequistas o celebradores de la palabra en motor de la movilización y
motivación de la lucha. No es ajeno y forzado decir que la gran huelga de
la costa sur del año 1980 por elevar el salario mínimo fue alimentada por
estos procesos; no surgió de un buró sindical.
111
E
NRIQUE
C
ORRAL
A
LONSO
I
NVESTIGACIÓN
Y
COMPROMISO
SOCIAL
A
FONDO
Entrega especial Ricardo Falla, S. J.
Estos aspectos no pueden desligarse de la experiencia que poco a
poco fue formando parte de varios de los miembros de la comunidad,
su militancia orgánica revolucionaria. Esta abría una perspectiva para
cambios estructurales en el poder político, económico, cultural y agrario.
En esta militancia, la práctica previa que habíamos acumulado contribuyó
a fortalecer y enriquecer la línea del «trabajo de masas» del nuevo
movimiento revolucionario, superando algunas limitaciones que mostraron
las organizaciones guerrilleras en la década de 1960.
En el caso particular del EGP, esta línea –que incluía el trabajo con
las organizaciones cristianas, indígenas y campesinas– adquirió muy
premeditadamente un carácter estratégico en la visión general de la guerra
popular. Se concebía como un largo camino a transitar, no solo para llegar
a la toma del poder, sino para su participación activa y conceptual en la
construcción de la nueva sociedad.
Posiblemente de haber tomado más rigurosamente enseñanzas ignacianas
de cómo ordenar la vida, los afectos y emociones en medio del torbellino
de la acción a la que llevaba con frecuencia la militancia revolucionaria
y la confrontación político-militar, en algo podríamos haber contribuido
a neutralizar el «triunfalismo» y una especie de «milenarismo» que
transpirábamos inconscientemente.
Estos elementos y sin duda otros que el tiempo va escondiendo en su
telaraña, fueron modificando el ancla de la identidad.
A manera de reflexión final
Ricardo Falla S. J., a pesar de conocer diferentes escritos de Karl Marx,
no era un marxista ni un comunista, ni fue un guerrillero. Podía haberlo
sido con todo derecho y fundamento, estuvo en su fronteras, pero su
opción, el centro del «proceder» de su vida fue ser un cristiano dentro
de la Compañía de Jesús, legítimamente revolucionario, buscando inéditas
formas de acompañar al prójimo, a las comunidades, convencido –como
analizaba Ignacio Ellacuría– que, en Guatemala, la Iglesia verdadera tiene
que adoptar características de clandestinidad y de catacumba, y que el