Alejandra Gutiérrez Valdizán /

Pz

P

8

–Buenas noches, señoritas. Bienvenidas a mi local-, y acto seguido su conver-
sación intenta averiguar qué diablos hacemos allí. 

Le hablamos de un paseo –mentira–, de una afición a las rocolas –verdad–, 
de una decepción amorosa –media verdad–, de las ganas de emborracha-
rnos –por motivos profesionales–. El hombre se convence. Se infla y asegura 
que éste es su negocio, ella sólo es la encargada de cuidarlo. Se sienta a nues-
tra mesa. Dice que tiene un BMW y que fue a la universidad, confunde el 
nombre y es incapaz de decir lo que estudió, criminalística, o algo así. Dice 
ser kaibil –la fuerza del ejército de elite, admirada por muchos y temida por 
muchos más–.
–¿No tiene problemas de seguridad aquí? –preguntamos con el tono con que 
en otros países se pregunta por el clima.

–No. ¿Y saben por qué?  –dice bajando la voz– ¡A mí me pela la verga! Porque 
yo trabajo en la Presidencia.

Cuelga de su cuello, escondido bajo la camisa, un gafete. Lo muestra con 
orgullo. En él su fotografía y el logo del Gobierno. Alcanzamos a registrar 
su nombre. Pero lo vuelve a guardar rápidamente, lo que impide ver en qué 
institución.

–Una vez vino la policía y estaban tratando de extorsionarme. Entonces lla-

mé a la ORP (la oficina de responsabilidad policial). Tengo un mi cuate con 

ellos. “Mirá, vos, fijate…”. Y a los diez minutos ya estaban aquí.

Es imposible, por el momento, saber cuánto es alarde y cuánto es cierto.

–Yo vengo aquí con el carro del Estado. No entro. Sólo paso a recoger el 

dinero.

–¿No han tenido problemas las chicas? ¿Qué algún cliente se ponga violento 
o que haga problemas?