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/ De esclavas y de siervas: víctimas del crimen en Guatemala
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La mujer que bailaba apretada al hombre desaparece de escena. Eso suced-
erá toda la noche: de pronto una de las cuatro se esfuma por la única salida
que da a la calle y vuelve media hora después, con uno de los hombres. Vuel-
ven de los hoteluchos de la vuelta de la calle.
Es la Novena avenida del centro de la Ciudad de Guatemala. Los muros su-
cios, rejas en las ventanas, las camionetas lanzan chorros de humo y las farolas
iluminan menos.
A sólo tres calles está la remozada, iluminada y peatonal sexta avenida, con
cafés recién inaugurados, a los que las mujeres venidas de las Verapaces, en el
abandonado norte del país, probablemente no vayan nunca. A tres cuadras
está también el Palacio Nacional de la Cultura, la sede de Gobierno.
A la novena avenida algunos le llaman “la Tijuanita”.
Ellas desconfían al principio, intentan disimular la sorpresa de que dos mujeres
incursionen en ese espacio tácitamente dedicado a los hombres. Son ellos, los
hombres, los que pagan el doble por una cerveza. Y son ellas, las mujeres, “las
ficheras”, las que se quedan con una parte de ese precio. Las “ficheras”, ese
nombre que reciben las camareras que ganan comisión por emborrachar a
los clientes y cuya tarea implica, casi siempre, emborracharse a su lado. Lle-
gan a tomarse hasta 24 cervezas en una noche, confesarán después. La mujer
que está a punto de dormirse, desde su lugar hace un gesto de “salud”, entre
parpadeo y parpadeo, arruga la cara y ríe a carcajadas. El hombre que está
junto a ella sigue bebiendo en silencio. Y la que bailaba antes, ahora pasa
junto nosotras. Preguntamos: “¿Quién es el dueño aquí?”
Ella con disimulo señala a los que parecen más contentos y dice: “la señora”.
El hombre del chaleco, el que está junto a “la dueña” del güipil lujoso, se
acerca a la mesa de las extrañas, a nuestra mesa, y eleva la voz y finge una
especie de acento foráneo, para que según él le entendamos.